La subversiva propuesta del Atalanta
Desafía las convenciones de una época marcada por el mercantilismo feroz y representa un espacio de felicidad no solo para sus seguidores, sino para el aficionado en general
Un presidente con dinero a espuertas y el característico sentido de la propiedad de los muy ricos ha dibujado el próximo paisaje del fútbol, sometido sin cesar a las leyes del negocio y a los impulsos de los negociantes. Andrea Agnelli, máximo mandatario de la Juve, enraizado por nacimiento con la familia que dirige la FIAT y el club desde hace décadas, se ha descolgado con unas declaraciones que cuestionan la presencia del Atalanta en la Liga de Campeones. “Tengo un gran respeto por el Atalanta, pero sin ningún bagaje histórico internacional y solo una gran temporada se ha ganado el acceso directo a la competición europea más importante. ¿Está bien o no?”, declaró la semana pasada, y se quedó tan ancho.
A los ojos de Agnelli, sobrino y sucesor del mítico Gianni Agnelli, el Atalanta no tiene caché para disfrutar de las excelencias la Copa de Europa. Por lo visto, le falta historia, títulos y dinero. A los ojos de esta gente, al Atalanta le huelen los pies. Si el equipo estuviera radicado en San Petesburgo, sin ninguna huella en la Liga de Campeones, pero beneficiado por el peso empresarial de Gazprom, el político de Vladimir Putin —antiguo alcalde de la ciudad— y el demográfico de una ciudad de seis millones de habitantes, la opinión del joven cachorro de los Agnelli sería muy diferente. En su modelo segregador, los intereses de los poderosos siempre son bienvenidos.
El Atalanta representa a una pequeña y bellísima ciudad del norte de Lombardía. No ha ganado nunca la Liga italiana y esta temporada participa por vez primera en la Copa de Europa. ¿Cómo lo ha conseguido? Jugando muy bien y marcando goles a mansalva. Es decir, acumulando méritos, en lugar de influencia, que es la directriz que marca el camino de los jerifaltes del fútbol europeo.
Ganó su recompensa con una plantilla de jugadores que habían pasado inadvertidos en los grandes mercados, gente como el argentino Papu Gómez o el esloveno Josip Ilicic, singular artista que ningún buen aficionado debería perderse. Se podría hablar de un equipo de desheredados, dirigido por Gasperini, un técnico de 62 años, con una trayectoria vinculada principalmente el Génova, sin otra experiencia con los grandes del Calcio que su breve paso por el Inter. Perdió cuatro de sus cinco primeros partidos y fue despedido.
En Bérgamo se ha producido un milagro de película. El Atalanta ha construido un equipo que derriba las barreras que separan a los pocos privilegiados —los grandes portaviones del fútbol— del común de los mortales, excluidos de la Superliga europea, espacio elitista y cerrado que los grandes intereses económicos y corporativos se concederán dentro de poco. Los demás tendrán que vivir de las sobras, si es que les alcanza para vivir.
Agnelli preside un club de enorme solera que no siempre ha ganado en el campo los títulos que atesora. En 2006, la Juve fue sancionada con el descenso por su participación en el escándalo de fraudes arbitrales (caso Calciopoli), un borrón sin consecuencias en la memoria de su máximo dirigente. No le conmueve que el pequeño Atalanta juegue a lo grande y marque más goles que nadie en Europa (70 en 25 partidos). No le parece un dato relevante. Lo suyo es contar billetes.
El Atalanta tiene un valor inmenso en el fútbol. Desafía las convenciones de una época marcada por el mercantilismo feroz y representa un espacio de felicidad no solo para sus seguidores, sino para el aficionado en general. Es un equipo edificado con más ingenio que dinero, con una ambición insospechada y la grandeza del trabajo bien hecho. A esa ecuación añade un factor desconcertante: resulta que el buen juego resulta subversivo. Que se lo pregunten a Andrea Agnelli.
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