Lealtad y deseo
El ejercicio de sinceridad y contundencia practicado por Luis Enrique arroja luz sobre su divorcio deportivo y personal con Robert Moreno y dinamita cualquier intento de promocionar un relato alternativo
La deslealtad es un acto reprobable que, en no pocas ocasiones, ha encontrado en el mundo del fútbol un entorno favorable. Lo hemos visto con anterioridad, cuando desde los propios clubes y algunos entornos mediáticos se ha construido una realidad paralela para darle cabida, para normalizar situaciones impropias y mitigar, de algún modo, la posibilidad de que se pudiera llamar a las cosas por su nombre. Por eso resulta tan necesario el ejercicio de sinceridad y contundencia practicado este miércoles por Luis Enrique en su vuelta a la primera línea: no solo arroja luz sobre su divorcio deportivo y personal con Robert Moreno, también dinamita cualquier intento de promocionar un relato alternativo.
Parece lógico pensar que solo existió una razón de peso para que Moreno heredara el cargo de seleccionador: dar continuidad al proyecto hasta el regreso del pilar maestro. Había cierta sensatez en la decisión, toda la que no tendría dejar en manos de un ayudante sin experiencia un banquillo tan fundamentado en la meritocracia como el de la selección nacional. Y es muy lícito sentirse preparado y tratar de aprovechar la oportunidad cuando se presenta, al menos desde el punto de vista profesional, pero sin olvidar las circunstancias que te han llevado hasta ahí. Desde el ámbito personal y humano, no hay manera de comprender la obstinación por conservar algo que te ha sido concedido en circunstancias tan dolorosas y extremas. Porque Luis Enrique no se marchó a casa tras una caída en bicicleta, con un esguince de muñeca o por puro capricho. Y eso debería comprenderlo mejor que nadie quien no hace tanto se declaraba, por encima de todo, su amigo.
Pero hay algo más que trasciende a lo explicado este miércoles por el asturiano, a la felonía puntual de Moreno por intentar mantenerse en el cargo: la creencia de que el pilar del proyecto siempre ha sido él y no Luis Enrique, de que la renuncia de este habría servido para colocar las piezas en su posición natural. El catalán es ese príncipe que proclama lealtad al rey mientras en su interior cultiva la convicción de que él sería un mejor regente. Por eso, a la primera oportunidad, se agarra al trono con uñas y dientes: porque los príncipes solo pueden reinar en ausencia y la de Luis Enrique le proporcionó, a Moreno, una suerte de promoción interna que parece considerar justa incluso sumando el infortunio ajeno a los méritos computables. Ahí comenzaría la deslealtad denunciada este miércoles por el seleccionador, que tan solo necesitó de algún hecho concluyente que la confirmara.
Extrapolar lo sucedido aquí a otras situaciones similares ocurridas en el pasado es tentador pero innecesario. Cada caso es diferente en multitud de matices aunque, en esencia, todos vienen a ser lo mismo: la difícil conciliación entre amistad y ambición, entre lealtad y deseo. En lo que todos podríamos estar de acuerdo es en que cualquiera puede intentar su jugada sin necesidad de regirse por nuestra propia escala de valores. También en que de nada sirve hacerse el sorprendido -o lo que es peor, el ofendido- cuando te descubren y te despiden con el ya clásico “me destrozaste el corazón, Fredo; me destrozaste el corazón”.
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