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La aventura alegre de Landa y Nairo marca el primer día de montaña

Ataque fugaz del vasco en una etapa guiada por el Movistar. Dos novatos de la fuga, un belga triunfa en La Planche: etapa para Teuns, amarillo para Ciccone

Carlos Arribas
Mikel Landa, durante la sexta etapa del Tour.
Mikel Landa, durante la sexta etapa del Tour.REUTERS

En el autobús, los jefes meten miedo a los ciclistas con cuentos de terror, y luego, como los abuelos a sus nietecillos inocentes, les dicen, tened cuidado, no salgáis a la calle, ¿eh? Si se lo dicen para que obedezcan, pierden el tiempo; si es para provocarles, inflamarles la llamita de rebeldía que les ha llevado a un oficio tan ingrato, aciertan de pleno, y Landa, más Pantani que nunca en el 20 por ciento de asfalto de La Planche, es la demostración fugaz de ese truco.

Y los felices Ciccone y Dylan, como Bob, Teuns, que no conocían el Tour y por ello no conocen el temor. Veteranos de victorias y exhibiciones en Giro y Vuelta, el italiano y el belga fueron el alma de una fuga que el equipo de Alaphilippe no ató corta. Para el belga, un especialista de muros en la Vuelta, fue la victoria de etapa, esprintada con más locura que fuerza sobre la tierra apelmazada y blanca de los últimos hectómetros; para el italiano que en el Giro ganó la etapa del Mortirolo, tan terrible, fue el maillot amarillo, al que Alaphilippe, uno que conoce el Tour y conocía la subida y la temía, llegó tarde por seis segundos. Uno de los mitos más recientes del Tour dice que quien viste de amarillo en la cima de La Planche entra en París de amarillo. No parece probable que Ciccone, de 24 años un escalador de los Abruzos con la piel clara y asomo de pecas, y capaz de ganar la montaña del Giro saliendo en fuga todos los días, tenga la capacidad de igualar a Wiggins (2012), Nibali (2014) o Froome (2017).

Los que se juegan el Tour hacen otras cuentas en las que sacan punta a los mínimos segundos en los que entraron todos. En el juego de la testosterona, los machos alfa que son los campeones no gastan bromas: hasta la centésima de segundo cuenta: Thomas, el campeón saliente, le pudo a Egan y a todos, Nairo a Landa, y Pinot a Bardet, que no le pudo a nadie. Entre Mas, el que más perdió dentro de un orden, y ya lo sabía, y Thomas, la nueva referencia, todos entraron en 31s.

Y, como ya sabía Mas, el Movistar atacó.

A Landa, como a todos los ciclistas del Tour, salvo a los elegidos, les dicen por la mañana mientras las cuatro gotas de lluvia tiñen de melancolía los Vosgos, y asustan, que la táctica del día ya la sabe, que habrá que ver lo que manda el Ineos. Era un chiste, parece, o si era verdad, Landa hizo como que no oía.

Que era un chiste lo prueba que a falta de 60 kilómetros, Eusebio Unzue, rejuveneció 36 años, volvió a ser el jovencito que llegó al Tour con su Reynolds tan novato y con ganas de comerse el mundo, y dio la orden: “Si os sentís bien, chavales, adelante, ¿por qué no vamos a probarlo?”

La fuga estaba a ocho minutos. Ganar la etapa era imposible, pero quién le iba a privar del placer de tirar un petardo ahí y dar un susto a los demás. La Planche, además, olía a derrota para el Movistar. Se trataba de cambiar el pasado.

A Unzue, director del Movistar, quizás le tocara un poco las narices que el Ineos hiciera como que pasaba de la etapa y que también pareciera que el pelotón se estuviera riendo del mito del Balón de Alsacia, el primer puerto que subió el Tour, ya en 1905, y 114 años lo estaba subiendo a la que parecía la misma marcha lenta, al tran tran del Deceuninck, que no tiene escaladores para tirar. O quizás el recuerdo de cuánto gozó en el Giro con Carapaz y Landa voladores le despertó su yo audaz, tan profundo. “Porque”, recuerda, “ponernos a atacar así, sin referencias, el primer día, tiene su punto de aventura”. Y los chavales aplaudían, e in mediatamente hicieron cola para ponerse a tirar por turnos. Empezó Verona, siguió Oliveira, continuó Amador, que la volvió a gozar como cuando hacía diabluras en el Giro, y terminó Valverde, todo un arcoíris abriendo el paso al pelotón en el inicio de la última subida, la que lleva vertical, un tajo de asfalto en un bosque tan espeso que parece selva, hasta una mínima estación de esquí.

Valverde se apartó después de bromear con Kwiatkowski, el perro de presa de los Ineos, y, entonces, de repente, apareció Landa. Ver a Landa atacar es una experiencia casi mística pues compone la estampa perfecta, y apenas se le mueve un pelo. Parecería que está posando para un portafolio –las manos bajas, el culo alto; la espalda, en cuña hacia el manillar, la pedalada a cámara lenta casi, y ni un gramo de sensación de esfuerzo, pura serenidad-- si no fuera porque en un visto y no visto gana terreno y gana, y gana. El ataque no triunfó: el chico del pueblo, Pinot, se puso nervioso y ordenó acelerar; Alaphilippe, que comenzó con miedo, llegó con fuerzas y desesperado se fue a por el maillot que se le escapaba de las manos; los Ineos tenían sus propias batallas. Y Nairo lo aprovechó. “Estamos ahí”, resumió el colombiano, que se dio el placer de sacarle 2s a Egan. “Estamos bien. El ataque de me permitió ahorrar, luego solo se trató de bajar la cabeza hasta la línea”.

En el hotel, por la noche, todos lo celebraron, y los abuelos que se sintieron rejuvenecer rieron con ellos. Landa está ahí. Fuerte como en el Giro. Y hambriento.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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