Dudar de Luis Suárez
Al uruguayo se le ve tan incómodo con el balón que en Lyon le cayó una pelota en la cabeza y, extrañado, simuló una agresión.
El pasado sábado, en el Camp Nou, las cámaras de televisión captaron la imagen de Ronaldo Nazario junto a Josep María Bartomeu en el palco de autoridades. Transitaba el partido por esa monotonía implacable que se apodera del juego cuando Messi no es capaz de hacerlo todo él, apenas alterada por los deslices de un Arturo Vidal que tiene la extraña virtud de agitar el árbol para que la fruta caiga en el cesto del equipo contrario. “¡Ay, el Fenómeno!”, suspiró melancólico un señor con boina y bastón que se sentaba a mi lado, en un bar del casco viejo de Pontevedra. “Con dos carreras suyas ya tendríamos tres goles”.
El fútbol es un juego donde no abundan las verdades absolutas y para eso sirve, precisamente, el gol: para ofrecer consistencia a todo tipo de argumentos. ¡Cuántas veces hemos visto a un entrenador presumir de planteamiento ejemplar por dejar su portería a cero! Poco importa que el rival desperdiciara un quintal de ocasiones, que al portero se le apareciese la virgen disfrazada de Lev Yashin o que el árbitro colaborase, a su manera, con la causa. Lo mismo ocurre en sentido contrario: el gol maquilla hasta el peor desarrollo, como esas películas infames de las que uno solo recuerda el bonito final. Algo así parece suceder con el Barça de un tiempo a esta parte. Lo intuimos atascado en la creación, renqueante en todo lo demás, pero casi nunca nos atrevemos a poner en duda su desempeño porque siempre juega con el gol de su parte. Sin puntería, como sucedió ante el Valladolid o en la visita europea a Lyon, lo que resta es un Barça desdibujado en el que todos miran a Messi y Messi no sabe a quién mirar.
Especialmente preocupante resulta el caso de Luis Suárez, otrora goleador implacable y convertido, hoy, en el paradigma de todos los males que parecen asolar al equipo. Su último gol en competiciones europeas, lejos del confort del Camp Nou, llegó cuando Donald Trump todavía peleaba por ser el candidato republicano a la Casa Blanca, Brad Pitt y Angelina Jolie formaban un matrimonio aparentemente indestructible, a prueba de bombas, y Arda Turán aterrizaba en Barcelona con etiqueta de “fichaje estratégico”. El mundo ha cambiado mucho desde entonces pero el uruguayo sigue sin encontrar el camino hacia el gol en Europa, con el agravante de que esta temporada tampoco atina en suelo propio. Se le ve tan incómodo con el balón, la materia prima del gol, que en Lyon le cayó una pelota en la cabeza y, extrañado, simuló una agresión.
Dudar del instinto goleador de Suárez, a estas alturas de la vida, es un lujo que ningún aficionado debiera permitirse pero la incertidumbre se vuelve razonable al preguntarnos si no será el propio Suárez quien ya no confía en él. Estas cosas pasan, en especial cuando el cuerpo ya no ejecuta órdenes a la velocidad en que las discurre nuestro cerebro y el uruguayo está en esa edad donde la adaptación a un nuevo escenario físico supone, ya de por sí, todo un desafío. Eso lo sabía Ronaldo Nazario, el Fenómeno, que comenzó a restringir carreras para acumular latigazos. Y también lo debe saber el señor de la boina y el bastón del pasado sábado, el del bar del casco viejo, que al terminar el partido se giró hacia nosotros y dijo: “Luisiño volverá a marcar, no os preocupéis. Vosotros, que sois jóvenes, aún lo llegaréis a ver”.
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