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Columna
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El fútbol como veneno

No se trata del Bernabéu, sí del saqueo permanente. Responsabilidad propia y de una desigualdad que asfixia

Aficionados de River Plate protestan contra la decisión de jugar la final en Madrid.
Aficionados de River Plate protestan contra la decisión de jugar la final en Madrid.JAVIER GONZALEZ TOLEDO (AFP)

Faltaban apenas días para el inicio del Mundial 82. La selección de César Menotti, campeona en la Copa de Argentina 78, llegaba a España para defender el título otra vez liderada por Daniel Passarella y Mario Kempes. Y reforzada además con Diego Maradona y Ramón Díaz, figuras del sub-20 que venía de ganar el Mundial juvenil de 1979. Ya no era la jactancia de los años 40 o 50, ricos en jugadores y equipos, pero sin títulos mundiales. El problema en el 82 era que había diferencias dentro el vestuario. Alfredo Di Stéfano lo sabía. En una charla con un periodista amigo hablaba del carácter del jugador blanquiceleste. “Si querés salir campeón”, decía La Saeta, “tenés que tener un argentino en el equipo. Pero dos no”, le advirtió riéndose, “porque dos es quilombo”. El Bernabéu acoge ya no a dos jugadores argentinos. Recibe a nuestros dos equipos más históricos. Y recibe acaso también a miembros de La 12 y de Los Borrachos del Tablón. Son patéticos actores centrales de un fútbol que, con el juego en decadencia, trasladó su espectáculo a la cultura barra brava de las tribunas, plateas VIP incluidas. No creo que haya quilombo (problemas) este domingo. Pero esta final avergüenza.

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Las barras bravas, por sus vínculos eternos con el poder, son un problema. El poder, también. La pasión por el fútbol, sobreactuada o no, invade casi todo en Argentina. Piedras hacia un autobús han volado y aún vuelan en Ligas de casi todo el mundo. Lo grave en Buenos Aires fue la llamativa torpeza de la policía. Hubo una ciudad sitiada por la cumbre del G20. Pero una esquina que fue zona liberada en el Monumental. Inevitablemente sospechoso para quienes llevamos años sabiendo de qué modo usa el poder al fútbol, que puede ser victimario, pero también víctima. Lo sabe el actual embajador argentino en Madrid, Ramón Puerta, presidente fugaz del país en el agitado diciembre de 2001 (fueron cinco presidentes en 11 días). El gremio se oponía a jugar. Había estado de sitio, 38 muertos por la represión, bancos confiscando depósitos, saqueos, piquetes y cacerolas, pero Puerta se hizo tiempo para recibir a Julio Grondona, titular de la AFA, y acordar que se jugara un partido clave que permitió a Racing Club coronarse campeón después de 35 años. Puerta obedeció a un pedido de su amigo Mauricio Macri, entonces presidente de Boca. Hoy, de la nación.

La Conmebol podría haber castigado de modo ejemplar el caos del fútbol argentino. Pesó más la necesidad de que la Libertadores tuviese su final. La Conmebol desechó la primera opción de Qatar, un país sin democracia, pero patrocinador flamante y con petrodólares, “combo ideal”, según ironizó alguien. Y terminó eligiendo al Bernabéu. ¿Qué hacer? ¿Viajar desde Buenos Aires y ser testigo de una final histórica e insólita para nuestro fútbol? ¿Sumarse así al negocio de reventa de boletos en euros y, peor aún, al negocio del balón reventado? No se trata del Bernabéu. Pero sí del saqueo permanente. Responsabilidad propia, pero también de una desigualdad que asfixia. Se van cracks, equipos enteros y, ahora, también hasta finales de Libertadores. Como sea, en el Bernabéu o en la tele, habrá millones de argentinos esperando gritar un gol. Lo escribió en un libro el brasileño José Miguel Wisnick: el fútbol como veneno, el fútbol como remedio.

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