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La fiesta mundialista de Moscú

Las calles de la capital viven el torneo como una rebelión contra la sospecha, la desconfianza y el recelo frente al extranjero

Pilar Bonet
Aficionados colombianos juegan al fútbol en la Plaza Roja.
Aficionados colombianos juegan al fútbol en la Plaza Roja. Alberto Estévez (EFE)

El mundial de fútbol es la fiesta en Rusia y en la fiesta las reglas que rigen la vida de la ciudadanía, desde el código penal a las infracciones administrativas, parecen suspendidas. En la calle Nikólskaia, la zona peatonal más cercana de la plaza Roja de Moscú, los agentes policiales contemplan  -unos como si no fuera con ellos y otros con simpatía-, cómo sus paisanos cantan, bailan y confraternizan ruidosamente con los hinchas de diferentes países, que afluyen con creciente intensidad a medida que concluyen los partidos en la geografía futbolística del campeonato.

De forma espontánea y casual, la Nikóskaia se ha convertido en el crisol donde derrotas y victorias se funden en un hermanamiento común. Por mucho menos que esto, hace tan solo unos días, cualquier estudiante, sindicalista o activista que osara salir a la vía pública a protestar, como el político de oposición Alexéi Navalni, le imponían como mínimo un arresto de 15 días y una multa. No ahora.

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La alegría es sincera, sinfónica, multidimensional. Como si salieran de un largo invierno, los rusos se abrazan con los forasteros, cualquiera que sea su procedencia. Dos pálidas chicas rubias danzan con un nigeriano ataviado con ropas multicolores. Un grupo de artistas plásticos ganan unos rublos pintando los banderas nacionales (con ayuda del google) en la cara de los paseantes, un policía alemán felicita efusivamente a un agente ruso por tenerlo “todo tan organizado”. El ruso sonríe desbordado sin saber que decir.

En el bar “Vokrug Zveta” (Alrededor del Mundo) la hinchada sigue en las pantallas de televisión el partido Francia-Perú, bebe cerveza y come “jinkalis”, una especie de ravioles gigantes de Georgia. El gentío es tan denso que apenas se puede pasar y agita las banderas de los equipos no eliminados. Las ausencias se lamentan por la pérdida de los gorros distintivos, pues la hinchada aquí se valora por la originalidad de los sombreros, los trajes y la capacidad de formalizar el ruido de forma seductora.

Los reyes de la Nikóskaia son los mariachis del grupo “Nuevas Generaciones” de San Luís- Potosí que avanzan al ritmo de “Cielito lindo”. “Canta y no llores” entona la calle entera en un acto de catarsis colectiva entre pálidos y morenos de todo el mundo a pocos metros de la tumba del líder del proletariado.

La libertad es vigilada. A la entrada de la plaza Roja hay arcos detectores de metales y agentes que impiden el paso de botellas, pero que no reaccionan ante los visitantes cansados sentados en corro en los adoquines a pocos metros de la tumba de Lenin, cerrada a cal y canto como si la momia del fundador del Estado soviético se hubiera ido de vacaciones. La tarde es larga, el tiempo magnífico.

“Lo mejor es esta sensación de fiesta”, dice Alexandr, de 35 años, técnico de luz y sonido que ha instalado pantallas para ver el mundial en los hoteles de Moscú. Alexandr se comunica por whatsap con su amigo Víctor, un panameño que estudió en la capital rusa y que ahora está en San Petersburgo siguiendo el Mundial. Los latinos están bien organizados.”El mundo se para, no importa ni la religión ni el color de la piel”, dice Orlando el Diamante, que canta junto con un grupo de cubanos residentes en Moscú. En el “Manezhe”, las antiguas caballerizas imperiales”, se ha instalado la casa de Perú y hoy es el día de México.

La afirmación de las identidades lejanas anima a los portadores de identidades próximas. Ciudadanos de la república centroasiática de Kirguizistán se colocan sus vistosos gorros de fieltro blanco bordados de negro y transforman así su condición de inmigrantes deseosos de pasar desapercibidos de eventuales miradas xenófobas. Como si ellos también jugaran en el Mundial, van bellísimos y orgullosos en la línea roja del metro, la que une la calle Nikólskaia con el estadio de Luzhniki y la zona de hinchas de la Colina de los Gorriones. En los vagones los pasajeros intercambian miradas benévolas de complicidad. Los rusos están tranquilos, trs salvar su honor en los partidos con Arabia Saudí y Egipto. Menos mal.

Las calles de denso tráfico, que solo pueden cruzarse por pasos subterráneos, ahora pueden atravesarse por la superficie. Los agentes paran los coches y,-- al grito de “Viva México”--, los turistas y la hinchada marchan como escolares, protegidos por un guardia de tráfico paternal y su bastón.

La explosión de euforia es tangible, como si fuera una rebelión visceral contra la propaganda de fortaleza acosada con que la televisión oficial machaconea desde hace ya varios años. Durante un par de días, al iniciarse el Mundial, pareció que el discurso de la televisión oficial fuera a conectar por fin con el estado de ánimo abierto de la sociedad. Ocurrió cuando el primer canal anunció la contratación de dos respetados expertos independientes para comentar los partidos: Vasili Utkin y Leonid Slutski, este último ex entrenador de la selección rusa. Utkin y Slutski sorprendieron al público con su profesionalismo, rigor y libertad, pero la fiesta televisiva terminó pronto. Bastó con que a Slutski se le ocurriera nombrar de pasada a Alexéi Navalni (cuyo nombre es un verdadero tabú para el presidente Vladímir Putin) y el asunto se transformó en una cuestión de Estado. Los dos comentarista desaparecieron de la televisión, el vídeo donde se pronunció el nombre maldito fue censurado temporalmente y el lenguaje patriotero regresó a la pantalla. El contraste es tan enorme que, desde entonces, algunos aficionados confiesan que ven los partidos sin sonido, lo que les ha evitado el lenguaje tendencioso a favor de Irán en el partido contra España y a favor de Croacia en el partido contra Argentina, justamente lo contrario del estado de ánimo de la calle.

La fiesta es la rebelión contra la sospecha, la desconfianza y el recelo frente al extranjero, pero en torno a la fiesta planean los nubarrones, la salud deteriorada del cineasta ucraniano Oleg Sentsov, en huelga de hambre desde el 13 de mayo en un penal del Círculo Polar Ártico, y la reforma de las pensiones. Esta reforma ha sido divulgada por el gobierno coincidiendo con el inicio del campeonato, lo que le ha permitido minimizar la atención de la ciudadanía (a los medios de comunicación han llegado instrucciones sobre cómo tratar el tema) y aprovechar las reglas especiales que hacen prácticamente imposible la celebración de actos públicos incontrolados. La reforma de las pensiones es un depredador intento de compensar el presupuesto nacional por los costes de la política militarista de Vladímir Putin, por la factura de la anexión de Crimea, del apoyo a los independentistas del Este de Ucrania, de la operación en Siria y otras aventuras imperiales.

¿Qué quedará de la fiesta? ¿Dejará el estallido de libertad, curiosidad ante el mundo y solidaridad un poso en la vida de los rusos? Muchos así lo quisieran.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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