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Sin bajar del autobús
Columna
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Bielsa, el hombre que sabía irse

El entrenador argentino cambia a la gente que lo rodea, y el día que se va se mantiene en sus recuerdos para siempre

Juan Tallón
Marcelo Bielsa, en una rueda de prensa como entrenador del Lille.
Marcelo Bielsa, en una rueda de prensa como entrenador del Lille.

No es fácil saber cuándo es el momento perfecto para irse de un sitio. Ese conocimiento no se deja dominar fácilmente. Si hubiese expertos, uno sería Marcelo Bielsa. Rara vez espera a que lo echen; sabe anticiparse. Por eso extraña tanto su despido del Lille. Nadie se va de los sitios como él, y pocos dejan su huella. Dejar huella exige si cabe más maestría que una buena salida. Casi todos nos vamos de un lugar y al poco tiempo nadie se acuerda de que estuvimos. Compartí redacción con un periodista al que, después de diez años dejándose la piel, los editores echaron del diario, y cuando a los pocos meses quedó segundo en un concurso literario, un redactor del periódico, con el que también compartió mesa, se hizo eco de su éxito escribiendo mal su nombre. La mala memoria se gana el espacio a empujones. Sin embargo, Bielsa cambia a la gente que lo rodea, y el día que se va se mantiene en sus recuerdos para siempre.

Cuando solo era futbolista, y no sobresalía por su técnica, ni por su velocidad, consiguió así y todo disputar tres partidos en primera división, y después se retiró. Fue su primera gran marcha. Tenía 26 años y se encontraba en el mejor momento de su carrera, pero se dio cuenta de que su fútbol no daba para más. Ejerció a ultranza su ética personal. Después de trabajar en dos quioscos de prensa, se hizo entrenador, y cuando alcanzó el banquillo del primer equipo de Newell's encadenó dos años de títulos. Tras el éxito calculó que ya no podría obtener más rendimiento de sus jugadores, y también se fue. Se marchó antes de que alguien adivinase que podía sobrar. Pasó por varios clubes y recaló en la selección argentina. Camino del Mundial de Japón arrasaron a sus rivales. Se creía que harían algo grande, como ser campeones, pero cayeron en la fase de grupos. Cuentan que en el vestuario lloraba como un niño, ahogado en mocos, y se golpeaba la cabeza contra las taquillas. Al año siguiente perdió la final de la Copa América ante Brasil cuando a falta de treinta segundos la tenía ganada.

En 2004 ganó el oro olímpico y tres semanas después dijo adiós. Al alegar falta de energía, una periodista preguntó si no le parecía una explicación algo pobre. “¿Qué me sugiere que invente?”. Ella reclamó algún otro titular, y él improvisó un invento para satisfacerla: “Si quiere ponga que una grave enfermedad me resta la energía”. A veces para irse bien solo se precisa una gran frase. Hay que saber encontrarla. Marcos Ordóñez cuenta que un verano un músico al que llamaban Delaney ingresó en el Clínico de Barcelona con sobredosis. La máquina empezó a hacer píiii. “¡Rápido, un desfibrilador!”, pidió un médico. “Lo perdemos, lo perdemos”, admitió otro. Se iba. De repente, Delaney abrió los ojos. “Amigo, hoy es el día más importante de toda su vida”, dijo un doctor. Delaney lo escuchó y empezó a negar con la cabeza. “No: el día más importante de mi vida fue cuando conocí a El Fary”. Y después de esa frase memorable falleció.

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