Barcelona, poco juego, mucho discurso
Decir que el Barça de Valverde es un conjunto equilibrado, solido y versátil no es más que una retahíla de eufemismos amables para evitar una realidad más sencilla e incómoda
Cuando uno no tiene nada que decir acostumbra a utilizar demasiadas palabras, es una constante que se repite en el mundo del fútbol y en otros muchos ámbitos de la vida. De discursos vacíos están llenos los tanatorios, las consultas de los hospitales, los asientos traseros de los coches, las barras de los bares y también los estadios de fútbol, donde propuestas silenciosas como la del Barça en Turín terminan derivando en homilías interminables, por lo general aderezadas con todo tipo de adjetivos indemostrables y un buen repertorio de vaguedades varias.
Decir que el Barça de Valverde es un conjunto equilibrado, solido y versátil no es más que una retahíla de eufemismos amables para evitar una realidad más sencilla e incómoda: que nadie sabe a qué juega exactamente y, lo que es peor, que atesora la dudosa virtud de aburrir hasta al más entusiasta de sus aficionados. Negarlo me parece una actitud loable, mi propio padre acostumbra a dejar comentarios en estas mismas páginas poniéndome a parir y defendiendo el juego del equipo, pero lo cierto es que muy pocos imaginaban una deriva tan apresurada del estilo académico que intuimos durante la pretemporada al despropósito ético y estético de las últimas semanas. Si en verano creímos ver la luz, ahora no se distingue mucho más que un avejentado y peligroso cableado.
No es casual que los aficionados italianos se levantasen ayer de sus asientos para ovacionar a Andrés Iniesta en el momento del cambio. Son gente que durante años vivieron instalados en la anomalía del resultado, como si la certeza de que la victoria llega por cualquier camino los empujase a cerrar las ventanas y no moverse de casa, intolerantes ante la novedad. Ahora que su selección ha quedado apeada del Mundial, y con una liga que languidece en su propia autocomplacencia, son los jugadores como el manchego quienes les devuelven la esperanza en un futuro mejor, en un calcio modernizado y sin alergia a la suma de talentos, en la certeza de que no hay mejor rumbo hacia la victoria que salir a buscarla con los mejores marineros disponibles, preferiblemente de corte pirata.
Al mismo tiempo, casi a modo de mal augurio, Barcelona y gran parte de España se rinden ante la inquietante austeridad de futbolistas como Paulinho, la antítesis del fútbol que aupó al Barça y a la selección española hacia el olimpo del fútbol. De él se alaba su verticalidad por encima de todo, una de esas características confusas que nos invitan a suponer que los demás jugadores se dedican a pasear palmito de banda a banda, como si el área rival y el gol no fuesen con ellos. Creo que fue Manuel Valls, ex primer ministro de Francia, el encargado de plantear esta misma semana la necesidad de preguntarse qué significa ser español, y si uno atiende a los últimos debates de nuestro fútbol la respuesta parece más que evidente: ser español es alabar a Paulinho y criticar a Benzema, lo cual no es decir mucho pero siempre resulta más apetecible que no decir nada; eso también nos define bastante a las claras.
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