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Sin bajar del autobús
Columna
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Una explicación sencilla

La sencillez de los viejos tiempos revivió cuando el pelotazo de De Gea encontró la cabeza de Lukaku, que lo peinó hacia atrás para que marcara Martial

Juan Tallón
Romelu Lukaku celebra el gol de Anthony Martial al Tottenham.
Romelu Lukaku celebra el gol de Anthony Martial al Tottenham.ANDREW YATES (REUTERS)

Cada día tenemos la sensación de que antes las cosas eran más sencillas y sólidas. Se describían con un verbo y pasaban años antes de cambiar o desaparecer. Ahora hasta el hecho más irrelevante parece recubierto de una gran complejidad, y resulta tan inaccesible como frágil. Cuesta entender cómo y por qué pasa casi todo lo que sucede. Por esa razón, el sábado nos sentimos fugazmente aliviados con el gol del Manchester United al Tottenham en Old Trafford. Corría el minuto 80 y David de Gea sacó de portería a la antigua usanza, después de que el balón se perdiese por la línea de fondo. Lo hizo con esa insoportable levedad que resuena siempre en los saques en largo, sorteados, ante los que la mente juega a imaginar que el balón cae con languidez en el foso de los cocodrilos y durante algunos segundos no solo el fútbol, sino toda la vida se estanca.

Pero la sencillez de los viejos tiempos revivió cuando el pelotazo del portero encontró la cabeza de Lukaku, que lo peinó hacia atrás con un sutil movimiento de cuello, que a veces sirve para saludar, sin tener que dirigirle la palabra, a un conocido que camina por la otra acera. Fue una jugada de hombres parcos, porque después de pasar por peluquería, el balón ganó ligereza y encontró a un velocísimo y callado Martial, que irrumpió entre tres defensas conmocionados, como recién salidos de ver Funny Games, y marcó el gol de la victoria.

En El centro cederá, el documental sobre Joan Didion dirigido por su sobrino, la periodista y escritora californiana señala que en una época de horas bajas empezó a pensar que “el mundo tal como lo conocía ya no existía”, y se enfrentaba a la atomización. Hay instantes en los que todos perdemos la noción de la realidad y creemos que la vida se desmorona. Pasa también con el fútbol, afectado por demasiadas tormentas. De pronto, dejamos de saber qué va primero: ¿el negocio, el juego, la política, la fama? Tiene que pasar algo absolutamente sencillo y casi milagroso para tener de nuevo claro de dónde viene todo, y por qué al final siempre hay una explicación clara para las cosas que amamos. Yo me volví a encontrar con esa luz durante la lectura de Hijos del fútbol, de Galder Reguera, cuando el autor narra cómo una mañana, en el patio de la escuela, durante el recreo, su balón de plástico se perdió por encima de una valla que daba a un jardín abandonado. En el momento que se disponía a subirla y rescatarlo, sonó el timbre. La vida lo situó ante una encrucijada: volver a clase o recuperar su balón. No soportaba la idea de perderlo, pero entre lágrimas, al final cruzó el patio y regresó al aula. Tres horas después, cuando salió, corrió a buscar la pelota, pero ya no estaba. Fue la primera desolación de su vida. Y solo era un niño. Se encerró en el baño de casa a llorar durante horas. Cuando al fin abrió la puerta y explicó el motivo de su llanto, su padre exclamó: “¿¡Todo este drama por un puto balón de plástico!?”. Sí, por supuesto.

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