Gracias, Alberto Contador
Me quedo con los días en los que nadie rodaba tranquilo en el pelotón, porque se sabía que iba a atacar
Es ley de vida y estamos predestinados, a todos nos llega el final. Una nueva fase de la vida comienza cuando otra termina, y asumirlo no tiene que implicar tristeza sino que se pueden —y se deben— buscar motivos para la alegría. Más aún en el caso de un deportista que se retira con mucha vida por delante.
Alberto Contador anunció ayer que colgará la bicicleta. Un anuncio que, enmarcado en su carácter y en su forma de actuar, viene precedido de una nueva invitación al espectáculo: estaré en la Vuelta 2017 y esa será mi última carrera. Lo que traducido a hechos, significará que volverá a dejar sobre el asfalto lo mejor de sí mismo, lo que aún le quede; sea mucho o poco, lo mismo da, eso es toda una garantía.
Nunca es fácil para un deportista interpretar correctamente las señales del ocaso. Tu cuerpo va madurando y llega un momento en el que la plenitud física es efectiva, pero existen muchos factores que hacen que con el paso de los kilómetros, de los años, de los viajes, de las carreras, de las concentraciones, llegue el momento de aceptar que ya ha sido suficiente. Y la carrera de Contador ha estado plagada de dificultades, muchas, demasiadas para enumerarlas ahora, así que ahora es el momento de hacer memoria selectiva y quedarse con esos grandes momentos que nos ha regalado. Esos días en los que en el pelotón nadie respiraba tranquilo porque se sabía que iba a atacar. A veces hasta se sabía dónde, cuándo y cómo, lo que no hacía que la puñalada fuese menos dolorosa, más bien al contrario. Pero lo más admirable era saber —tanto los demás como él mismo— que iba a hacer daño, que le daba igual reventar a mitad de camino, como varias veces ha ocurrido. Se sacrificaba a sí mismo si hacía falta, por supuesto, en eso nunca ha dudado, guiado y poseído por un espíritu del espectáculo que podía ir reñido con la efectividad, con la victoria, con el rendimiento puro y duro. ¿Que sabía que no iba a ganar? ¿Que aunque públicamente no lo reconociese, admitía en su fuero interno que sus rivales eran más poderosos? No importaba. El que nada intenta nada consigue, digo yo que pensaría interpretando sus —múltiples— actuaciones ofensivas.
Con Alberto nos dejará un símbolo de una magnífica generación, de la que aún nos queda algún relámpago tardío. Como un Valverde en fase de recuperación tras una temporada impresionante en la que vivía una segunda juventud en su madurez, que quedó rota —la rótula como símbolo de su trayectoria— con esa maldita caída en el prólogo del pasado Tour de Francia: ¡Recupérate, Bala, que te necesitamos! Una generación que bebió de los éxitos de un tal Miguel Indurain, que a su vez había bebido de la fuente de un tal Pedro Delgado, y éste de una generación anterior en la que Kas, Fagor, y todos los apellidos asociados a esta época, habían servido de caldo de cultivo para todo el ciclismo que vino después. Y eso sin olvidarnos de Bahamontes o de Poblet, y de otros tantos, que alimentaron ese hilo primigenio.
Freire, Purito, Sastre, Valverde y Contador. Y asociados a éstos, muchos más: Beloki, Flecha, Mayo, Pereiro, Lastras... Voy a parar porque me olvidaría de alguno y no estaría haciendo justicia.
Estos días hemos vivido el adiós de Mo Farah y de Usain Bolt, despedidas con suerte desigual en las que el sabor del último bocado no debe empañar la sensación global del conjunto del plato. Ese regusto que constituirá el recuerdo con el que conviviremos. En breve nos tocará vivir el adiós de Contador, su crepúsculo: veremos lo que nos tiene planeado el destino en la Vuelta pero, sea lo que sea, por mi parte sobran las palabras escritas hasta ahora y resumo en dos el mensaje de este texto: gracias, Alberto.
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