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Antonio Peñalver: “Solo disfruté de la medalla muchos años después”

Detrás de la plata no estaba ni la alegría ni el sueño de un zagal, sino los abusos de un técnico

Carlos Arribas
Antonio Peñalver, en el municipio asturiano de Campo de Caso.
Antonio Peñalver, en el municipio asturiano de Campo de Caso.Paco Paredes

Las medallas olímpicas son un sueño, que es la palabra que antes llega a los labios de un deportista para describir lo indescriptible cuando se le pregunta, aún sudoroso y atolondrado después de su gesta. Pocos son los deportistas que no sucumben al encanto de la palabra, quizás por pereza, quizás porque crean de verdad que eso es lo que es la medalla, un sueño que les domina desde la infancia, pero hay uno que no la utiliza porque no lo siente así. Para Antonio Peñalver, la medalla de plata de Barcelona 92 en decatlón, la que le convirtió en hombre 10 y orgullo de todo un país que se veía moderno de repente, reflejado en la apostura helénica del murciano, un zagal de 23 años. El sueño no era el suyo, sino del de su entrenador, Miguel Ángel Millán. Para él, la medalla de Barcelona fue una pesadilla.

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El 24 de mayo de 1992 había logrado en su pueblo, Alhama de Murcia, el récord de España, 8.478 puntos. Era entonces la 13ª mejor marca mundial de la historia. Solo otro español, Francisco Javier Benet, la ha superado. Lo hizo en 1998, también en Alhama, donde Peñalver ya no vivía.

El comienzo del fin lo marca el 6 de agosto de 1992, cuando Peñalver logró 8.412 puntos, 103 más que el norteamericano Dave Johnson y 199 menos que el checoslovaco Robert Zmelík, el campeón. “Solo disfruté de la medalla muchos años después, cuando fui consciente de que a pesar de todo había sido capaz de confirmar lo que valía”, dice, 25 años después, Peñalver. “Nunca la valoré”.

Solo en diciembre de 2016 fue capaz Peñalver de relatar públicamente los abusos sexuales a que le sometió su entrenador, Millán, cuando tenía 14 años. A él y a docenas de compañeros de atletismo y de colegio en Alhama. Lo hizo, hizo que su voz denunciara fuerte y clara, para apoyar a un joven atleta canario, casi un niño, al que la juez no le creía cuando acudió a su juzgado a denunciar que sufría abusos de un técnico considerado intachable, uno de los entrenadores más respetados del atletismo español. Millán ingresó en prisión, donde espera un juicio solo posible gracias a las palabras de Peñalver y sus compañeros y amigos de Alhama.

Meses después de su relato, Peñalver ya no cree necesario repetirlo. El dolor que sufrió al revivirlo tuvo la compensación de su utilidad. “No quiero volver a pasarlo”, dice. “Sencillamente reproduce lo que conté entonces”, le dice al periodista que le reclama de nuevo. “Esto fue mi Barcelona 92”.

—Llegué a ser subcampeón olímpico porque entre los atletas nos ayudábamos y nos convertimos en pequeños autoentrenadores. La cuestión deportiva solo tiene relevancia por el efecto de manipulación que tuvo durante muchos años. Me acuerdo incluso que en el invierno 91-92 la única vez que Millán me dirigió la palabra fue la víspera de que nos fuéramos a Estados Unidos. Y luego, en las concentraciones, ¿cómo ibas a llevarle la contraria? Se mostraba tan cercano, tan amigo, ante otros atletas y los demás entrenadores, como si fuéramos más amigos que cochinos cuando a lo mejor hacía meses que no me hablaba. No tuve fuerza contra esa imagen tan perfecta de superentrenador, superamigo y súper de todo. Yo no fui capaz de decirle a nadie en su momento que todo era mentira, tanto en lo personal como en lo deportivo como en todo. Todo era mentira. Jugaba con mi hambre permanente de querer recuperar esa situación idílica de antes dándome como píldoras de afecto. En el año 92, y ya tenía 23 años, aún antes de tomar decisiones que iban a afectar al resto de mi vida me preguntaba si hacer esto o lo otro le iba a gustar al señor Millán o no. Empecé entonces a ser consciente de que algo me estaba pasando. El momento más amargo fue, de hecho, aquel puñetero abrazo que le di cuando gané la medalla. En aquel mismo momento, lo juro, estaba yo diciéndome pero qué mierda estoy haciendo, qué mierda estoy haciendo. Volvimos a Alhama y me prohibió ir a la pista hasta el 1 de noviembre. Era una locura. Dos meses y medio sin hacer nada, después de los Juegos... Cuando volvimos a entrenar el 1 de noviembre, tras 10 semanas parados, él pudo hacer ver a ojos de los demás que yo no era el subcampeón olímpico, yo era el gandul de mierda que no había podido ser campeón olímpico por mi culpa. En diciembre del 92, y no sé cuál es el detonante, no sé quién empezó a hablar, no lo recuerdo, alguien que no recuerdo quién fue, me pregunta, ¿oye? ¿a ti te ha pasado algo con Miguel Ángel cuando eras crío? ¿hubo abusos? Entonces se descubrió y descubrí que yo no era el único, que había mucha gente, 20-30, por ahí... En ese momento entré en estado de shock absoluto, estuve dos meses o tres encerrado en mi casa, perdí 13 kilos, y solo me preguntaba, ¿qué hago?—.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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