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Froome, el increíble campeón menguante

La racanería de su cuarto Tour mengua el entusiasmo por el inglés, que se encuentra a una victoria del panteón de los más grandes

Carlos Arribas
Froome, en el podio.
Froome, en el podio. Chris Graythen (Getty Images)

“Un éxito de una tibieza desesperante”, titula Le Monde, que narra el cuarto Tour de Chris Froome. El entusiasmo por el inglés ha decrecido proporcionalmente al número de Tours que ha ganado y ha alcanzado sus niveles mínimos en 2017, en el que podría ser bautizado como el Tour de las pequeñas cosas y los ataques inexistentes. La frialdad, casi indiferencia y desinterés de todos los medios, con que se desarrolló el sábado en la calurosa Marsella la conferencia de prensa del campeón, permite afirmar, incluso, que tibieza es un sustantivo demasiado cálido.

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El trayecto de un campeón de esplendor menguante: en el primer Tour atacó en el Ventoux para asombrar y acabar con la resistencia de sus rivales; en el segundo, en la Pierre Saint Martin; en el tercero le valió con unas acrobacias en el descenso del Peyresourde; en el Tour que ha acabado el domingo con el sprint victorioso del holandés Dylan Groenewegen en los Campos Elíseos blindados, a Froome le ha valido con terminar sexto en el prólogo. Por primera vez no ha ganado ni una etapa. El resto, la aniquilación de una competencia que acaba desesperanzada y agotada, es tarea de su equipo, el Sky que convierte a los ciclistas de más clase y categoría, como a un campeón del mundo y ganador en San Remo como Michal Kwiatkowski, en mulas laboriosas y espectaculares. Rodeado de sus dos kas del Este, junto a Kwiatkowski, Kiriyenka, el otro mulo atómico, los dos únicos del Sky con los que palmea y celebra su triunfo, Froome cruza la meta sobre el adoquín de París. La velocidad media del Tour de 2017, 3.540 kilómetros de Düsseldorf a París, ha sido de 40,995 kilómetros por hora, la segunda más elevada de la historia después de los 41,654 de 2005, el que fue entonces el séptimo Tour de Lance Armstrong.

Machacado por su trajín incansable que aniquila cualquier destello de ilusión, el segundo clasificado, Rigoberto Urán (después de tres podios sudados por Nairo Quintana, su hermano mayor toma el relevo para Colombia en los Campos Elíseos), es un superviviente que aguanta a rueda del campeón y se asegura con su velocidad en las llegadas un botín de bonificaciones que le garantizan el premio; al tercero, Romain Bardet, le tiembla el pulso cada vez que se ve con la posibilidad de aniquilar a su rival en sus mayores momentos de debilidad (coincidiendo con averías mecánicas en los momentos críticos de los puertos más complicados), y solo cuando su propio Sky le agota a Froome, como en Peyragudes, encuentra la fuerza mínima para distanciarlo.

Gracias a la ventaja conseguida un sábado lluvioso en Düsseldorf en un circuito urbano en el que recorrió 14 kilómetros corriendo más riesgo que sus rivales por la general (exceptuando a Alejandro Valverde, que acabó con la rodilla rota) se coloca Froome, de 32 años, a una sola victoria del panteón que habitan los más grandes de la historia del Tour, Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault y Miguel Indurain. Todos ellos se ilustraron también en otras carreras, en el Giro, en la Vuelta, en las clásicas, en el GP de la Naciones, en el récord de la hora… No así Froome, que cultiva con racanería el monocultivo del Tour. Con ninguno de ellos resiste la comparación.

Como huyendo a propósito de la grandeza que da la audacia, el ganador solo atacó con cierta contundencia una vez. Lo hizo el último día de montaña, en el Izoard. Su objetivo no fueron sus rivales y compañeros finales de podio, a los que llevó en su rueda, sino su compañero de equipo, Mikel Landa, a quien negó la posibilidad de brillo personal, independiente de la marca del equipo. Tampoco tenía fuerza para más. “Sabía que este Tour había que ganarlo día a día las tres semanas, sacando segundo por aquí, segundo por allá”, explica Froome, quien más que un campeón cuando lo cuenta es un pequeño ahorrador que alarga los servicios de una hucha mínima gastando lo menos posible. “Pero yo solo quería terminar un día sin la sensación de haber prometido más de lo que conseguía”, dice Landa, que se va del equipo. “Yo también tengo un poquito de ego”.

Es tan mínima su personalidad fuera de la bicicleta, o tan grande su capacidad para disimularla, que Froome representa mejor que ningún otro corredor la filosofía jerárquica y aniquiladora del carácter practicada por su equipo, el Sky, en el que la gestión de los aconteceres se realiza siguiendo métodos que se enseñan en escuelas de negocios, no en las competiciones ciclistas. Quien tiene talento pero no se acomoda a un papel secundario debe huir, y los rivales deben ser intimidados. El primer líder del equipo, Brad Wiggins, el que le dio su primer Tour, fue la primera víctima. Con Richie Porte, un segundo de casi tanta capacidad como su jefe, Froome adoptó un aire paternalista, que el australiano, quizás escaso de autoestima, agradeció tanto que aun cuando pasó de líder a un equipo rival mantuvo su miedo y su respeto. Con landa eso no ha sido posible. “Le han hecho confundir la lealtad al maillot amarillo con un tema de jerarquías y estatus”, explica el exciclista Juan Antonio Flecha, que corrió unos años en el Sky. “Para superar el trauma, hay que saber identificar bien los dos conceptos”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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