El primer Wimbledon
En la infancia quedó todo decidido, y ya siempre seguí el torneo como una vieja misa sobre hierba
En Baiona conocí a un señor —pariente de un pariente de un pariente— que nunca salía de casa. Yo lo veía dos semanas al año, en julio, cuando iba de vacaciones con mis padres. Había sido marinero, y después de un accidente laboral y una depresión, comenzó a aborrecer el mundo exterior. Se recluyó en un piso con balcón, al que nunca se asomaba, desde el que se divisaban el mar y el Parador Conde de Gondomar. Todo lo que necesitaba para vivir se lo traían de fuera su mujer o sus hijos. El resto salía por televisión. Fumaba sin parar y sujetaba los cigarros como si fuesen cabezas cortadas. La primera vez que entré en el salón de su casa yo tenía siete años y él quizá sesenta. Estaba sentado en un sillón orejero, desgastado, y vestía su camiseta nacional, una prenda de Abanderado blanca, de algodón y tirantes. Dormía con ella, y como al levantarse no iba a ninguna parte, la llevaba puesta todo el día. Quizás fuese una coraza.
Me sobrecogió la devoción con la que miraba la televisión, en la que aquel día retransmitían un partido de tenis sobre hierba. Tamborileaba con los dedos sobre el brazo del sofá, muy cerca del mando, por si acaso. Me hizo pensar en un pistolero con ganas de desatar el infierno. “¿Te gusta el tenis?”, me preguntó. Me encogí de hombros, igual que habría hecho si me preguntase si tenía novia o qué me gustaría ser de mayor. “Pst”, respondí como un adulto. “Es la final de Wimbledon. No hay nada igual”, dijo. No recuerdo quién jugaba, pero como se trataba de mis primeras vacaciones en Baiona, significaba que estábamos en el verano de 1982, y ese año se enfrentaron Jimmy Connors y John McEnroe.
Fue mi primer Wimbledon. Me tragué el partido entero, sorprendido por la calidez y generosidad de la hierba. Y cómo sonaba. El césped de mi jardín nunca habría devuelto la pelota. Para un niño de siete años, se trataba de un tenis de fantasía, y me hipnotizó. El partido duró cuatro horas y llegó al quinto set, que se adjudicó Connors. Jumbo se convirtió para siempre en mi tenista favorito. Además, me gustaba su lema: “Le doy al público lo que quiere: sangre”. A partir de esa edición, y durante las seis siguientes, vi los partidos de Wimbledon en compañía de aquel señor enclaustrado, con camiseta de tirantes, que conocía el mundo sin poner un pie sobre él, como en la ciencia ficción. Seguíamos los partidos bajo un gran silencio. A veces, cuando lo espiaba de reojo, lo sorprendía moviendo los labios, y me parecía que rezaba, o que se confesaba. Pasó el tiempo y dejé de veranear en Baiona. Un día pregunté por él y me dijeron que había muerto hacía años. Nos despedimos, sin saber que lo hacíamos, con la final entre Stephan Edberg y Boris Becker. Ganó el primero. No volví a ver a nadie subir a la red de aquel modo enfermizo. Yo creo que subía para respirar, lo que es habitual hacer muy a menudo. En la infancia quedó todo decidido, y ya siempre seguí Wimbledon como una vieja misa sobre hierba.
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