La complacencia sigue lejos
Detrás del éxito del campeón de 14 grandes hay un nombre propio, el de su tío y técnico, quien a lo largo de los próximos días relatará desde París sus experiencias, en exclusiva, para los lectores de EL PAÍS
Me senté en esta misma mesa en la que estoy escribiendo ahora, en esta misma habitación y, por tanto, en este mismo hotel de la Rue Jean Goujon de París. Yo también me he visto obligado a cumplir con alguno de los rituales que mi sobrino Rafael ha ido incorporando a su vida a lo largo de los años.
Era la noche del 5 de junio de 2005, la madrugada del 6, más bien, y habían transcurrido unas horas tan solo desde que le viera levantar su primera Copa de los Mosqueteros en el Grand Slam parisino. Acababa de llegar de la cena de celebración en un bonito restaurante con vistas a la Torre Eiffel. Cogí la libretita y el bolígrafo con el logo del hotel y me dispuse a anotar de forma esquemática y por puntos los fallos cometidos durante el torneo, los aspectos que teníamos que mejorar a partir del próximo entrenamiento.
A la mañana siguiente, Rafael se iba a Halle con Francis Roig y yo regresaba a casa con gran parte de la familia, que se había trasladado a París para ver la final. Pensaba darle la lista a mi sobrino al despedirme de él, pero al final me contuve. Pensé que quizás no era el momento y lo aplacé para hablarlo con él, al reunirnos en pocos días ya en Wimbledon. Habíamos vivido dos semanas muy intensas, con muchas especulaciones y presión, y con muchos hechos para anotar en el libro de los buenos recuerdos.
Rafael debutaba en el torneo y era muy joven aún, pero venía de ganar tres títulos muy importantes en tierra batida: el Conde de Godó y los Masters 1000 de Montecarlo y Roma. El sábado 3 de junio cumplió 19 años y se enfrentó en el partido de semifinales a Roger Federer, a quien venció en cuatro sets, en un partido muy intenso y respetuoso y que vivimos como un enorme reto. Su buen amigo, Pau Gasol, estuvo en la grada aquel día y sopló con él las velas de su tarta de aniversario después del partido.
Al cabo de dos días y después de un duro partido contra el argentino Mariano Puerta, Rafael recibió el preciado trofeo de manos de uno de sus grandes ídolos, Zinedine Zidane, que dicho sea de paso, 12 años después acaba de darle a mi sobrino otra gran alegría: conducir a su admiradísimo equipo, el Real Madrid, a coronarse campeón de la Liga. Puedo revivir perfectamente ese momento en el que Rafael cogió el micrófono en la Philippe Chatrier y dio las gracias, en primer lugar, a su Majestad el Rey don Juan Carlos por encontrarse allí mostrándole su apoyo. Recuerdo claramente su voz, aún infantil y un poco quebradiza, aunque se había repuesto con bastante dignidad a unas lágrimas que no pudo reprimir sentado en el banquillo.
Este trofeo que levantó delante de un público orgulloso y acorazado, pero que le ha demostrado tanto cariño a lo largo de los años, era un objetivo alimentado día a día, desde nuestra intimidad y desde nuestro pequeño club en Manacor durante más de la mitad de los años que acababa de cumplir en París.
¿Cuántas horas habíamos trabajado con el gran propósito en mente? ¿Cuántos discursos y sermones, cuántas palabras, cuántas horas de reflexiones? ¿Cuántos elementos a mejorar en el próximo entrenamiento? ¿Cuántas veces tuvo que irse Rafael de la sesión diaria con ese punto de insatisfacción que yo le transmitía desde el convencimiento, desde la exigencia constante y de forma muy poco condescendiente? La candidez y obediencia de su mirada escondía su decepción por mis palabras.
Dice Thomas Mann en boca de Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, que “la insatisfacción es la esencia y la naturaleza más íntima del talento”. Y ese ha sido, desde siempre, mi principal objetivo: intentar humildemente que mi sobrino alimente su propio talento.
Hace 12 años temí que Rafael se hubiera sentido en un culmen, por eso le enumero sus fallos
Esa madrugada de hace 12 años, en esta misma habitación, sentí un temor y una amenaza que quise apartar de mi sobrino. Temí que ese día Rafael se hubiera sentido en un culmen desde el que sentirse complacido y poder volver la vista atrás. Por esto escribí esa lista en la libreta, y por esto no he dejado nunca de enumerarle sus fallos y de recordarle lo que hay que mejorar.
Después de todo este tiempo, con un total de 14 títulos de Grand Slam y un palmarés que no voy a recitar, mi sobrino me ha demostrado que la amenaza de la complacencia sigue por fortuna alejada de él. Y esto es lo que me produce una satisfacción que deja de ser íntima porque la relato aquí con cierto pudor: ver a Rafael iniciando su decimosegundo Roland Garros, un Rafael de voz adulta y mirada segura que ha hecho suyas esa exigencia y esa dureza que le permiten seguir luchando por su sueño.
Gane, o no gane.
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