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El día que Manolo Santana jugó para Franco en El Pardo

El extenista, cuyo padre fue encarcelado tras la Guerra Civil, jugó un partidillo ante el dictador

Manolo Santana abraza a Franco tras jugar en El Pardo con Arilla, derecha.
Manolo Santana abraza a Franco tras jugar en El Pardo con Arilla, derecha.

Raimundo Saporta sacó un paquete de fotos de Santana:

—Fírmelas, con una dedicatoria. La del Caudillo se la da usted esta tarde. Las otras, se las enviaremos a los ministros a sus despachos.—¿Y por qué no se las llevo a todos?

—No, Manuel. El Caudillo tiene que ver que usted tiene una atención exclusiva con él. Pero mañana, cuando todos lleguen a sus despachos se sentirán honrados de haber tenido lo mismo que el Caudillo.

—Pero luego le podrán decir que también les llegó la foto…

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—No, no se lo comentarán. Ninguno se atrevería a hacer eso.

Me lo contó el propio Manuel Santana, admirado de las sutilezas de Saporta, que le había hecho interrumpir bruscamente el Torneo de Gstaad, al que había acudido justo después de ganar en Wimbledon aquel 1966. Estaba en su cénit. Pocos meses antes, España había alcanzado por primera vez la finalísima de la Copa Davis, en Australia, con aquel equipo en el que le acompañaban José Luis Arilla en el doble, Juan Gisbert para el otro individual y Juan Manuel Couder, cuarto hombre. El tenis había vivido gracias a ellos su gran explosión. La popularidad de aquellos muchachos llegó a superar a la de los futbolistas, ciclistas y boxeadores de la época.Y Franco quiso ver un partido en El Pardo. El Consejo de Ministros concedió la Encomienda de la Real Orden de Isabel la Católica a Manuel Santana y Franco sugirió que le gustaría dársela en persona en El Pardo tras verle jugar un partido.

Dicho y hecho. Solís Ruiz, ministro del Movimiento, del que dependía el deporte, habló con Raimundo Saporta, vicepresidente del Madrid. Santana acababa de fichar por el Madrid, que le daba un dinero bajo cuerda para jugar con el escudo del club. Y así había ganado Wimbledon, con un escudo del Madrid cosido a mano sobre el impecable niqui blanco. Saporta sugirió que el adversario de Santana fuese José Luis Arilla, su compañero de dobles.

Y allá fueron los tres, una tarde de julio. Les recibió Manuel Lozano Sevilla una figura singular de la época. Era taquígrafo de Franco y al tiempo destacado crítico taurino, cuya carrera como tal terminaría cuando Jaime Ostos, en Marbella y ante la tele, le dedicó un brindis venenoso en el que le tachó de “sobrecogedor”, cosa que efectivamente era.

Pero entonces estaba en su plenitud. Y él fue el encargado de recibirles y mostrarles la instalación. Arilla recuerda: —Había una piscina y una cancha de tenis. Nos cambiamos en el vestuario de la piscina. La cancha apenas se usaba, nos dijo Lozano Sevilla. Jugaban algo los nietos, solía estar abandonada, pero la habían puesto fenomenal. Se encargó, claro, Saporta. El Madrid tenía un fenómeno en la Ciudad Deportiva que se llamaba Ángel Ayuso. Él fue el que preparó la de El Pardo, con tierra batida, muy bien prensada. Estaba mejor que la pista central de Roland Garros. Perfecta. Al lado habían montado bajo un dosel una gradita para unas cuarenta personas.

Una vez vestidos, salieron a esperar. Nerviosillos, claro. Eran dos chicos de origen humilde. Arilla nació en las propias instalaciones del Club de Tenis Conde de Godó, de las que su padre, un inmigrante aragonés, era el encargado. Santana, en un barrio humilde de Madrid, hijo de un padre perdedor, que sufrió cárcel tras la guerra. Llegó al tenis como recogepelotas. Una vez fallecido su padre, fue acogido por una familia del club Velázquez de Tenis, los Romero Girón, a los que cayó en gracia. Adivinaron su talento y le dieron instrucción y oportunidades.

Lozano Sevilla fue a avisar de que ya estaban listos, y entonces salió el cortejo. Arilla lo recuerda vívidamente:

—Salieron muy ordenados, en una larga fila, de dos en dos. Cada uno, con la señora de otro. Franco abría el cortejo, del brazo de la mujer de Agustín Muñoz Grandes. Luego iba éste con la mujer de Franco. Y así, todos, de dos en dos, siempre un ministro llevando del brazo a la mujer de otro. Y al final, los nietos, unos chiquillos.

Entonces el control pasó de Lozano Sevilla a Fuertes de Villavicencio, Jefe de la Casa Civil. Él hizo la indicación de empezar. Fue un partido a siete juegos, en el que lucieron sus mejores golpes. Cuando el sol bajaba, el propio Fuertes de Villavicencio les hizo la señal de terminar, porque a esa hora bajaba un aire un poco fresco.´

Ahí mismo, entre la gradita y la pista, Franco le impuso la Encomienda a Santana, y a Arilla la Cruz de Caballero. Un grado menos, pero una alta consideración también.

Luego se ducharon y salieron a merendar. Sigue Arilla:

—Habían montado una mesa ovalada, bastante grande. Franco se puso en un extremo, con nosotros dos a los lados. Luego, a derecha e izquierda, los ministros, y al otro fondo de la mesa, las señoras y los nietos. Pasteles, refrescos…

Recuerda la locuacidad y el don de gentes de Solís Ruiz, al que se apodó en su día como La Sonrisa del Régimen. A Santana se le quedó grabada otra cosa: algo así como una disculpa de Franco por el encarcelamiento de su padre:

—Mi padre había trabajado durante la guerra en la Compañía Municipal de Transportes y estuvo en el sindicato. Le cayeron 12 años. Luego se quedó en seis, así que llegó a salir, pude convivir algún tiempo con él. Incluso le ayudaba en chapucillas. Él recuperó su trabajo, porque no tenía antecedentes, pero se ganaba tan poco que lo completaba trabajando como camarero o haciendo arreglillos eléctricos por ahí. A veces me llevaba de aprendiz. Por eso aún me gustan las cosas de la electricidad. Por desgracia no vivió mucho después de la cárcel. Salió muy consumido.

Franco se había informado antes de las vidas de ambos, claro:

—Me dijo que en las guerras a veces pagaban justos por pecadores, y que quizá ese hubiera sido el caso de mi padre. Me dejó sorprendido. Nunca llegué a decírselo a mi madre, por no resucitarle recuerdos dolorosos. Ella, además, nunca sacó el tema, no quiso que viviéramos con rencor por lo sucedido.

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