Todo el mal que hizo Juanito cabe en un minuto
La primera vez que supe de él fue en un partido de selecciones regionales juveniles, Castellana-Tinerfeña, en Vallecas. Con los castellanos, camiseta morada y pantalón blanco, había un diablo pequeño y cabezón que nos entusiasmó a todos.
—¿Quién es el siete?
—Es un chico de Fuengirola que ha traído Víctor Martínez al Atleti.
El Atlético tenía una perla, pues. Vivía en la residencia de solteros del club, Hortaleza 19, con Leal, entre otros, figura en ciernes también. Venía de Fuengirola con maneras de golfillo que en Madrid explayó al máximo. Siempre supo divertirse, pero se entrenaba y progresaba. Miraba, aprendía, tenía afición, aunque su falta de control le costaba problemas. Pero llegó a ser la estrella del Atlético Madrileño.
El 10 de enero del 73 le sacaron con el equipo grande en un amistoso contra el Benfica, en el Manzanares, partido en beneficio de los damnificados de la catástrofe de Managua. Estaba loco de alegría. ¡Su primer partido con los mayores! Pero fue una desdicha: le cayó sobre la pierna el meta portugués, José Henrique, y le produjo fractura completa de tibia y peroné. La recuperación duró todo el verano. El plan de incorporarle al primer equipo en la 73-74 se frenó. Prefirieron cederle al Burgos, en Segunda. Que se recuperara ahí.
No parecía mala idea. El Burgos era un buen Segunda. Pero Juanito me comentó años después: “Me equivoqué de medio a medio. Me creí figura entre los demás, no hacía mucho caso, discutía con el entrenador, con los árbitros. Me expulsaron varias veces. Me estaba hundiendo y no lo sabía”.
Al final del curso, el Atlético le dejó en libertad: “Se me vino el mundo a los pies. Yo no lo podía esperar”. Llamó al Burgos, con las orejas gachas y propósito de enmienda. Ya no era una figura en cesión, ahora necesitaba una plaza de meritorio. Martínez Laredo, el presidente, decidió creer en él. Siempre le vio un talante generoso. “Se equivocaba mucho, pero siempre reconocía el error a la primera”.
Fue una gran decisión. El Burgos pulió a un gran jugador. Juanito fue la figura del equipo, que en la segunda temporada de su regreso subió a Primera. En Primera destacó en cada partido, en especial en su visita al Calderón, una especie de venganza: el Burgos ganó 0-3. Los que le habíamos visto cinco años antes en aquel Castilla-Tenerife de juveniles reconocíamos sus regates, su velocidad, su visión, su nervio. Un genio.
En mayo, Bernabéu viajó a Roma, a la final de la Copa de Europa Liverpool-Borussia Moenchengladbach. El Madrid estaba interesado en el medio alemán Wimmer y Bernabéu quiso verlo en directo. Agustín Domínguez, que le acompañó, me contó lo que sigue: “Camino del campo nos encontramos a Lucien Müller. Don Santiago le dijo que, como se retiraba Amancio, necesitaba “uno que levantara al público de los asientos”. Bernabéu tenía esa obsesión desde Kopa. Amancio había cubierto ese papel durante años. Pero, ¿y ahora? Müller, que había entrenado al Burgos en la temporada del ascenso, le dijo que fichara a Juanito. Bernabéu se enfadó, le parecía Juanito un chico ingobernable, al que había tenido que echar el Atleti. Le gritó que se lo estaba ofreciendo Martínez Laredo, desde semanas atrás, y le parecía un disparate. Pero Müller le insistió mucho: “Don Santiago, yo le conozco, he trabajado con él, es un chico noble. Sólo necesita cuidarle las compañías”. Müller era un tipo serio y Bernabéu acabó por dejarse convencer, aunque a regañadientes. Luego vio el partido y cambió la decisión de los técnicos para el refuerzo del medio campo: “Wimmer no. Diles que ese del bigote que tiene tan mala leche”. Ese del bigote y la mala leche se llamaba Stielike.
Martínez Laredo se sintió feliz cuando Bernabéu le llamó. Se lo vendió por 31 millones, frente a una oferta mucho mayor del Barça. Laredo era un madridista radical, hasta sonó entre los posibles sucesores de Bernabéu tres años más tarde.
Müller tuvo razón y Bernabéu también. Los dos funcionaron, aunque se llevaron, andaluz el uno y alemán el otro, como el perro y el gato. Bernabéu rodeó a Juanito de buenas compañías (García Remón, Del Bosque y Camacho fueron su pandilla), pero aun así salpicó su magnífica carrera en el Madrid de continuos incidentes, dentro y fuera del campo. Los enemigos del Madrid, Núñez especialmente (“¿qué dirían de nosotros si tuviéramos un jugador que anda embarazando mujeres por las esquinas?”) le escogieron como foco de sus críticas. Él dio motivos, con sus salidas de madre, de las que inmediatamente se arrepentía: “Otra vez me ha traicionado mi pronto malo”, declaraba cada vez, sinceramente arrepentido. “No lo consigo dominar”.
Valdano me dijo en una de tantas frases felices suyas: “Todo el mal que haya hecho Juanito en su vida cabe en un minuto. Claro, que ese minuto es tremendo: dar un cabezazo a un linier, pisar la cabeza de Matthaus, escupir a Stielike... Pero siempre se arrepintió al instante”.
El público del Madrid le adoró, perdonándole eso. Su retirada tras el cuarto gol al Borussia en una de esas remontadas de la Copa de la UEFA, con sus saltos de alegría, sus manotazos al aire, quedó para la historia. Por eso lo primero que le vino a la cabeza a Casillas tras el 6-1 copero sufrido en Zaragoza fue que para la vuelta había que “apelar al espíritu de Juanito”.
Por el pisotón en la cabeza a Matthaus le suspendieron cinco años en Europa, así que tuvo que dejar el Madrid. Dio todas las facilidades, y eso que dinero no le sobraba. Era demasiado generoso y atolondrado para los negocios, que le fueron fatal.
Aún disfrutó del fútbol en el Málaga, su Málaga, que siempre quiso tanto como al Madrid. Cuando compareció como malaguista en Atocha, el campo que más le había gritado, se llevó una ovación tremenda. En la ciudad se sabía que con ocasión del homenaje a Sagarzazu había hecho más que nadie para reunir a una selección de figuras a fin de que el partido tuviera brillo.
Se retiró con Curro Romero cortándole la coleta. Aún soltó unos últimos partidos en Los Boliches, uno de sus primeros equipos, en Segunda B.
De ahí a entrenar. Iba bien en el Mérida. Relanzó a Cañizares, cuya carrera se estaba atascando. Los jugadores que pasaron por sus manos cuentan lo mejor de él. Tenía por delante una carrera, unos ingresos para tapar las trampas de los negocios olvidados y para sacar adelante una familia.
Hasta aquel Madrid-Torino de hace 25 años. Vino de Mérida a verlo, con tres jugadores, Ricardo, Echevarría y Pepe Pla, y Manuel Ángel Jiménez, Lolín, el preparador físico. Al final del partido, regresaron sin demora. Los jugadores, delante, se encontraron con unos troncos en la carretera, que se le habían caído a un camión al que vieron parado poco más adelante. Tras el susto, pensaron con aprensión en los del coche de atrás. Conducía Lolín, con Juanito dormido en el asiento de al lado. Esquivó como pudo los troncos, pero fue a estrellarse contra la trasera del camión. Juanito se rompió el cráneo, murió en el acto. Lolín resultó conmocionado, pero sobrevivió.
El impacto en la opinión pública fue tremendo. A Juanito, al cabo del tiempo, le quería todo el mundo. Vivió deprisa, se entregó a todos.
Muy poco antes, una gitana le había dicho que le quedaba poca vida. Entonces se acordó de Ramos Marcos, que le había ofrecido un seguro de vida que rechazó. Le llamó e hizo el seguro. “Para que mis hijos queden bien”.
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