Llull, o cómo repetir lo irrepetible
Por muy deslumbrantes que sean las cifras del Madrid de Laso, nada es comparable a la sensación de que ha puesto el aletargado baloncesto europeo del revés

Hubo un día, allá en 2011, en el que Florentino Pérez no daba crédito a lo que escuchaba. “¿A quién decís que queréis traer? ¿A Pablo Laso?”. Sus interlocutores, los que le proponían ese nombre y ese apellido para ocupar el banquillo del Real Madrid, eran Juan Carlos Sánchez y Alberto Herreros, los responsables de la sección de baloncesto del club. ¿Pero qué mascarada es esta?, le faltó decir al presidente. No entendía cómo los supuestos expertos de la casa eran capaces de proponer a un advenedizo para un puesto de semejante responsabilidad. Venía el Madrid de fracasar con Ettore Messina, tan científico él, tan metódico, tan doctor honoris causa y, lo que es más importante, tan bien vestido. El mismo Messina que consideraba que Felipe Reyes era una rémora deportiva y moral para el vestuario, que Sergio Rodríguez y su magia harían bien en buscarse la vida en Málaga y que a Sergio Llull no se le podía dar la dirección del equipo so pena de convertir cada partido en una ruleta rusa. Alguien aconsejó a Florentino Pérez que hiciera caso a los profesionales, que bastante tenía él con volcar su ignota sabiduría en el fútbol.
Es de sobra conocido lo que desde entonces ha ocurrido en el Real Madrid de basket, ese equipo que en menos de seis años ha disputado 17 finales y ha conquistado 13 títulos, el último ayer en la Copa del Rey. Pero con ser deslumbrantes esas cifras, no son comparables a las sensaciones que durante estos años ha transmitido el equipo, que ha puesto boca abajo el baloncesto europeo. Ese baloncesto al que un grupo de cotizados entrenadores habían llevado al más absoluto letargo. Entrenadores, todos, de enorme valía y multidoctorados, ya saben, Maljkovic, Ivkovic y muchos otros acabados en vic, alumnos ilustres de la escuela yugoslava a la que traicionaron en pos del resultadismo más rancio. Todavía duele recordar finales de la Copa de Europa como aquella del año 93 en la que el Limoges que dirigía Bozidar Maljkovic derrotó a la Benetton (59-55) en un bodrio que muchos calificaron como la más bella catequesis defensiva y que el entrenador del perdedor, el croata Peter Skansi, explicó así: “Hoy ha muerto el baloncesto”.
Son culpables Laso y el Madrid de haber sacado brillo a un deporte enmohecido entre pizarras. De obligar al rival a irse a una puntuación lo más alta posible para derrotarles. Muchos lo intentan y algunos lo consiguen, aun sabiendo que a este Madrid hay que ganarle varias veces. Porque conviene enterrarle solo si ha muerto. Forman este equipo individuos de muy diversa procedencia pero con una causa común. Bajar los brazos no entra en el guion. Tipos que parecen estar de vuelta, que ya saben lo que es conquistar la gloria mundial, Nocioni, Reyes, Rudy…, pero que disputan cada partido como si no hubiera un mañana. Junto a ellos se ha agigantado un niño que no es que haya salido del cascarón sino que lo ha destrozado. En unos días, Luka Doncic cumplirá 18 años. La NBA le va a poner una alfombra para que emigre. Pero hasta que eso ocurra, el Madrid podrá disfrutar del crío más prometedor que ha dado el baloncesto europeo desde que Drazen Petrovic aprendió a sacar la lengua.
Domingo, final de la Copa del Rey. Poco más de dos minutos quedan para que acabe el último cuarto. El marcador anda parejo y el Valencia acogota al Madrid, al que no deja respirar. Es entonces cuando ese chico al que le ha dado por inventar imposibles encadena un triple, un robo de balón, una entrada a canasta y otro triple. Se llama Sergio Llull y es el alma de un equipo que se reinventa cada año a las órdenes de Laso para conseguir algo tan imposible como volver a ser irrepetible.
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