Y el Camp Nou aplaudió a Gil Manzano
Quejarse de los árbitros en la derrota es muy humano, casi tanto como la estupidez
Sucedió hacia el final del partido, cuando Iñaki Williams se encaró furibundo con Gil Manzano para protestar una supuesta falta recibida al borde del área rival, quizás la última oportunidad de voltear un marcador y una eliminatoria que solo parecían hacer justicia a los méritos individuales de Messi. Ofendido por tan desconsiderada actitud, el colegiado extremeño lo amonestó con una tarjeta amarilla repleta de torería y simbolismo, los pies clavados sobre una baldosa y el pecho regalado, desafiante ante los envites verbales del león. Fue entonces cuando las gradas del Camp Nou se desgarraron en un aplauso estruendoso, una ovación espontánea de cagarse la perra que no hacía más que confirmar lo apuntado por Gerard Piqué, apenas una semana antes.
No es cierto que la historia termine siempre escrita por los vencedores, otra de tantas medias verdades estandarizadas por peligrosos colectivos de intelectuales, politólogos y tertulianos de televisión. En el mundo del deporte, por ejemplo, dejar constancia sobre conspiraciones federativas y arbitrajes a la carta es tarea que recae, casi en exclusiva, sobre los hombros de los vencidos, de los perdedores, seguramente por tratarse de los únicos que no tienen nada que celebrar o, dicho de otro modo, nada mejor que hacer.
Quejarse de los árbitros en la derrota es muy humano, casi tanto como la estupidez. Las publicaciones de autoayuda, las terapias de rehabilitación y los cursos de coaching suelen incidir en la necesidad de reconocer los propios errores antes de comenzar una nueva etapa, el propósito de enmienda y todo eso. Sin embargo, el fútbol resulta ser una sinrazón maravillosa que no atiende a recetas cuando la derrota te sacude con el pitido final, por eso conviene identificar enseguida a los culpables externos o, simplemente, inventárselos. Del mundo de los pretextos y las justificaciones en el fútbol ha surgido tanta literatura que uno no sabe si denunciar la práctica o alentarla, tantas veces sobrepasado por la belleza y el encanto de las ficciones esgrimidas.
Hace unos meses me contó Xabier Fortes, tipo neutral como pocos, lo sucedido en una de las visitas del Real Madrid a Pasarón. Al descanso se llegó con victoria mínima de los blancos y, de camino a los vestuarios, el colegiado tuvo que esquivar la furia de la grada como buenamente pudo pues los de Pontevedra somos gente bárbara, desprendida y de exquisita puntería. De vuelta al terreno de juego, visiblemente asustado, se dirigió al puesto de las fuerzas del orden, al mando de las cuales se encontraba el padre de Xabier, Don Xosé Fortes. “Mi vida está en sus manos”, le dijo el árbitro al militar. “Usted verá”, respondió Fortes Sr., “pero yo juraría que, más bien, está en las suyas”. Aquella tarde se le ganó al Madrid, cómo no. Y en una pequeña ciudad donde todo el mundo conoce el nombre de los trencillas responsables de cada decepción histórica, nadie recuerda al protagonista principal de la más famosa de las victorias, tan solo que el gol del triunfo lo marcó Ceresuela porque se cayó de culo sobre una cabeza de ajo y, claro, aquello trajo suerte. Y es que, como muy bien dijo Piqué, todos sabemos cómo va esto.
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