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La Real Sociedad gana al Valencia y silencia los gritos de Prandelli

El equipo donostiarra gana al Valencia (3-2) sin necesidad de recuperar su mejor versión futbolística

Willian José celebra su segundo gol al Valencia.
Willian José celebra su segundo gol al Valencia. ANDER GILLENEA (AFP)

Las filípicas siempre tienen buen acomodo en el ánimo de los aficionados cuando están deprimidos. Prandelli arremetió contra la actitud de sus futbolistas antes del partido frente a la Real: rabioso, según dijo, transmitió la sensación de que mediría el peso de la camiseta tras el partido para calcular el sudor de sus jugadores. Conclusión: antes de la media hora, la Real Sociedad -que venía de una depresión distinta, la goleada recibida ante el Depor- había lanzado tres saques de esquina y había conseguido dos goles, ambos de cabeza y ambos logrados por el delantero centro, Willian José, frente a sus impávidos rivales.

El primero lo consiguió a los dos minutos, algo que hiela la sangre de cualquiera que ande escaso de leucocitos y con el agravante de que Xabi Prieto peinó hacia atrás a placer con los defensores convertidos en espectadores, y el segundo a los 23. ¿Y la filípica? Pues como todas las filípicas se la llevó el viento leve de Anoeta bajo un cielo azul impropio de la época.

La Real había necesitado muy poco, poquísimo, para gozar de una ventaja grandísima, inadecuada a su fútbol, más espeso que en ocasiones anteriores, pero acorde a su intensidad, estable como una analítica sin mácula. Y entonces la filípica se la debió echar internamente a sí mismo Prandelli. Su rombo en el centro del campo era más frágil que un reposacazuelas de plástico. Se quemaba y ardía en cuanto combinaban Zurutuza e Illarramendi. Y por los costados se iba la Real como circulan los coches ruteros por las autopistas: tomando café.

Cesare debió habar con Prandelli y entre su yo y el otro yo decidieron sacrificar a Fede Cartabia para reajustar el equipo con la entrada de Santi Mina. Se trataba de funcionar con un cuatro-uno-cuatro-uno que equilibrase los duelos en el campo. Y encima el joven gallego en su primera acción le sacó un penalti a Íñigo Martínez, que no despejó cuando debía y acabó derribando al rival como un tren de mercancías arrolla a una bicicleta. El penalti lo transformó Parejo y fue como una transfusión de sangre al alicaído cuerpecillo del Valencia.

Vela despierta

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No era la Real abrumadora. De hecho, futbolistas como Carlos Vela o Xabi Prieto, Oyarzabal o Carlos Martínez parecían menos hambrientos que en encuentros anteriores, aunque el esqueleto de la Real se mantenía fuerte y en el Valencia había crecido su interés pero no el rendimiento de su inversión. Ni una sola vez (salvo en el penalti), Rulli tuvo que probar sus reflejos o su agilidad porque el equipo de Prandelli parecía un balcón sin barandilla por el que se despeñaban sus futbolistas en cuanto se asomaban al área del argentino. Y entonces surgió Carlos Vela, cual comandante, y por su banda comenzó amargar la vida a la defensa valencianista, especialmente probando la paciencia de Montoya, siempre superado por el mexicano. Y llegó un cabezazo de Juanmi, y luego el penalti de Santos a Vela. Allí se citaron el jugador que no había fallado ni un solo penalti de los ocho lanzados y el portero que lleva detenidos en España casi el 50% de los que le lanzan. Y ganó el portero tras bromear ambos sobre a donde iba a ir al balón.

Visto como transcurría el partido, a gusto hubiera cambiado la Real el penalti por un saque de esquina. Nueva transfusión para el Valencia, que se veía agonizando, pero una cosa es resistir y otra vivir. Porque seguía sin mirar a los ojos de Rulli. Y pudo marcar la Real con un disparo de Zurutuza que sacó desde la raya el central Santos. Y marcó Juanmi, ya en la prolongación (Willian José se había retirado lesionado) tras un centro precioso de Vela a pierna cambiada. El gol de Bakkali resarcía la dignidad del Valencia, aunque llegaba tarde, muy tarde. La filípica de Prandelli fue como todas las filípicas, mítines para convencer a los convencidos. La Real, ajena a los vociferios, se alza a la cuarta plaza y entierra el síndrome de A Coruña.

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