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Un Tour de Francia 2017 para acabar con el aburrimiento

Una llegada en alto insólita en el histórico Izoard y una etapa en el Jura con tres puertos de categoría especial marcan el recorrido del Tour de 2017, que saldrá el 1 de julio de Düsseldorf

Carlos Arribas
Chris Froome en la presentación del Tour 2017 en París.
Chris Froome en la presentación del Tour 2017 en París. BENOIT TESSIER (REUTERS)

Christian Prudhomme habla en el gran teatro de la presentación del Tour del 17 y habla como un padre que no sabe qué hacer con su hijo caprichoso y aburrido. Con el pelotón. Le regala todos los años, en cada Tour, los juguetes más a la última, las subidas más espectaculares, los paisajes más hermosos, la posibilidad de aventuras sin fin, y él, el hijo, el pelotón, juega un rato, disimula su aburrimiento, y deja al lado todas las golosinas. Se levanta y pide más. Para Prudhomme, el hombre que cada año, desde hace 10, dibuja los recorridos de la gran carrera del mundo, el Tour de 2016 fue la gota que colmó el vaso.

“La imaginación tiene un límite”, dice, repitiendo el titular de L’Équipe del día, que recuerda que poco pude hacer un organizador buscando subidas inéditas, descensos que quitan el hipo, recorridos llenos de emboscadas y atractivos secretos, si el pelotón es una máquina absoluta y bien engrasada que desdeña y arrasa con tedio y seguridad. Recuerda, sin citarlo, Prudhomme al control del Sky exhaustivo que abortó cualquier intento de romper su plan para que Chris Froome ganara su Tour: control en la montaña, ataque en las contrarreloj. “Queremos equipos de ocho corredores”, anuncia Prudhomme, que deberá convencer a los equipos, reacios. “Queremos que el Tour salga del catenaccio, del cerrojo defensivo, que se deje llevar por el instinto, que sea como Peter Sagan loco y fantástico”. En 2016, más que fantasía, hubo excentricidad marginal, Froome bajando como un loco el Peyresourde, Froome corriendo a pie como un loco por las laderas del Ventoux, Sagan, el loco, inventándose en Montpellier un abanico con Froome a rueda.

Luego habla Prudhomme del recorrido, en el que los Pirineos, de nuevo, como en 2015 y 2016, se afrontarán antes que los Alpes, y que combinará en la montaña, como todas sus obras, llegadas en alto (cuatro) con metas tras largo y complicado descenso. El Tour de 2017 saldrá de Alemania, de Düsseldorf, con una contrarreloj de 13 kilómetros, y tras atravesar Bélgica por Lieja y Luxemburgo, entrará en Francia por los Vosgos (la quinta etapa, primera llegada en alto en La Planche des Belles Filles, allí donde Froome ganó delante de Wiggins su primera etapa en el Tour, en 2012) para lanzarse rápido al segundo macizo del año, el Jura, de donde, tras una segunda llegada en alto, el octavo día en la Estación des Rousses, saldrá al día siguiente una de las dos etapas etapa que más le gusta a Prudhomme de su diseño, la que lleve de Nantua a Chambéry subiendo y bajando tres cols de categoría especial poco transitados, el inédito La Biche, el Grand Colombier ya conocido de los últimos años y el terrible Mont du Chat, que solo se ascendió una vez, en 1974, con victoria a su paso del español Gonzalo Aja. “Las pendientes más duras no estarán este año ni en los Pirineos ni en los Alpes”, dice Prudhomme, orgulloso de descubrir nuevos desafíos en una carrera más que centenaria.

En los Pirineos, que se digerirán la segunda semana, la única llegada en alto es la de Peyragudes, la estación de esquí del Peyresourde, que cuenta con un autódromo elevado que en una de las del último James Bond, El mañana nunca muere, hacía de aeropuerto de rebeldes afganos malísimos. Allí ganó Valverde en 2012, la única vez que una etapa llegó. Al día siguiente se llegará a Foix tras subir y bajar el Muro de Péguére, allá donde una siembra de clavos hizo pinchar al pelotón, pobre Evans, la única vez que se ascendió, en 2012.

En los Alpes, el gran día será el de Vars y final en la cima del Izoard, el gigante de 2.360 metros donde los campeones siempre pasan solos y donde nunca en la historia había terminado una etapa. Será el homenaje habitual a las cumbres que han hecho la leyenda, al puerto cercano a Briançon ascendido por primera vez en 1922 y donde Gino Bartali ganó el Tour de 1938 y Louison Bobet el de 1953, con Fausto Coppi de espectador en sus laderas desérticas. El día anterior el espectáculo habría estado en el tremendo descenso del Galibier hasta Serre Chevalier después de haber ascendido también el Télégraphe. La última contrarreloj, en Marsella, el sábado antes de ir a París, será de solo 23 kilómetros. Con 36 kilómetros contra el crono en total, Froome no tendrá tantos salvavidas como en 2016. Y si finalmente se corre en equipos de ocho, la incertidumbre crecerá. Ni Nairo Quintana, reforzado tras su victoria en la Vuelta, ni Romain Bardet, que concita las esperanzas de los franceses, llegarán deprimidos y derrotados a su última cita.

Mientras Prudhomme soñaba con un Tour en el que finalmente la tensión cotidiana por ganar la etapa, y las hermosas aventuras de Sagan, Van Avermaet o Izagirre, no estuviera tan desconectada como en 2016 de la lucha por la general final, pocos protagonistas del pelotón le escuchaban en directo. La mayoría estaba lejos, en Abu Dabi, donde, convocados por una contraprogramación dolorosa, asistían a la gala de la Unión Ciclista Internacional, que entregaba sus trofeos al los mejores del año: Sagan, siempre, y el equipo Movistar.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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