Jugar de portero
Todo el mundo debería experimentar ser el último hombre en pie en el campo. Y luego criticar
Jugar de portero, aunque sea una sola vez en la vida, es una de esas experiencias que todo ser humano debería afrontar antes de que la muerte señale el final del tiempo reglamentario con sus formas autoritarias y su negro riguroso, como los árbitros de antaño. Uno puede haber escalado el Everest, buceado en la Gran Barrera de Coral, arreglado un motor de cuatro tiempos o planchado sus propias camisas. Puede practicar yoga y capoeira, bailar tango, comer con palillos y conocer varios idiomas, incluso haber experimentado la emoción infinita de acariciar a un hijo recién nacido o besar apasionadamente a una prima lejana pero, hasta que no se enfunda los guantes por primera vez y siente sobre su espalda el peso del larguero, la soledad inmensa de la portería y la responsabilidad absoluta del último hombre en pie, uno no sabe de qué pasta está realmente hecho.
Jamás olvidaré aquella tarde en que llegué al Campo Municipal de Poio con la mochila en la mano, la cabeza alta y la firme intención de estrenarme, por fin, como el gran goleador que tan solo yo sabía que era. Todo determinación y coraje, me enfundé la camiseta con el nueve a la espalda, me subí las medias y comenzaba con la típica serie de ejercicios de estiramiento cuando, en apenas un segundo, el vestuario se llenó de miembros del Cuerpo Nacional de Policía y nuestro portero fue arrestado por un presunto delito de tráfico de drogas. Con el suplente de baja tras haberse fracturado dos dedos con una maza la semana anterior, mientras colocaba azulejo, el entrenador se dirigió a mí con gesto apesadumbrado y buenas palabras -al menos en un primer momento- para comunicarme la fatal decisión: sería el portero del equipo hasta nueva orden.
Aquel día recibí 15 goles, uno de penalti, y también un par de lecciones que no olvidaré el resto de mi vida. La primera, que los delanteros rivales no son gente de fiar, lo mismo que los defensas propios. La segunda, que para ser portero se necesitan capacidades que yo no poseo: agilidad, valor, temple y un desprecio casi temerario por la integridad propia y el aprecio de los demás. En todo esto pensaba el domingo pasado, mientras el mundo se lanzaba a degüello contra el pobre Marc André Ter Stegen por, apenas, regalar un par de goles y sepultar las posibilidades de remontada en Balaídos.
El alemán es un portero peculiar, de eso no cabe duda. Un perfecto desconocido cuando Andoni Zubizarreta anunció su contratación, de él se nos contó que su mayor virtud era su excelente manejo de ambos pies y desde entonces no ha hecho otra cosa Ter Stegen que tomarnos la palabra y asombrarnos con su despliegue. Salvo pifias puntuales, se ha demostrado un baluarte en las artes propias de un portero, (parar balones), así como en la exigencias propias del estilo Cruyff, (saber jugarlos). Criticarlo resulta sencillo, lo sé, sobre todo para aquellos que nunca se han atado los cordones con guantes y creen haberlo hecho todo en la vida. Al fin y al cabo, para qué están los cuñados.
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