Maracanás
Hay algo más en el fútbol de calle, de playa. Lo iguala todo; lo desiguala todo
![Neymar entrenando con Brasil.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/CZRQWY2CWWYKC3AMRHGWCCMMFU.jpg?auth=1478c1fba0a534d4e4224e133d0118fa8378304963d97db9eb981eb015fe2c8c&width=414)
Este verano tuve tiempo para asistir a uno de los espectáculos más bonitos que se pueden ver en la costa. El de las familias abandonando la playa cuando ya cae la tarde, con esas madres y padres ensillados por los hijos mientras lloran de emoción con el winter is coming. Y el de los chavales reclutando a otros, apropiándose de la arena que va quedando libre para organizar el partido del día. Es un fenómeno que supongo se da en todas las playas del mundo, y que en la mía tiene la particularidad de contar con un público que puede llegar a ser de 2000 espectadores, los que pasan por el paseo marítimo y se quedan mirando al futuro Ronaldo.
En Brasil, durante el Mundial, asistí desde la ventana del hotel a un milagro. Un partido en cancha callejera que comenzó a las siete de la tarde y seguía a medianoche. Y aun siendo eso prodigioso, lo que producía más asombro era que se habían quedado sin luz y seguían jugando por pura intuición. No había luz en aquella zona, así que los chavales brasileños, como belmontes en los prados, jugaban fiándose a un sexto sentido y dependían, en los momentos decisivos, de la luz de la luna. Yo creo que la responsabilidad del juego de Brasil en sus últimos mundiales hay que achacarla a eso: a que los seleccionadores hacen su convocatoria a oscuras, fiándose de su instinto.
Hay algo más en el fútbol de calle, de playa. Lo iguala todo; lo desiguala todo. Hace dos semanas, a las ocho de la tarde, un grupito se juntó aprovechando el espacio dejado por familias desasistidas por el Estado. Los había observado a ratos durante la tarde. A ellos se había sumado un crío con la camiseta de la selección y su nombre sobre ella. Pequeño, regordete. Hasta me pareció verle la pescata. Sufrió al llegar la condescendencia habitual, e incluso las miradas de fastidio, pero eran impares y había que soportarlo; los niños inadaptados siempre cruzábamos los dedos mientras contábamos los participantes de la pachanga: si eran impares, estábamos dentro. Por supuesto —lo hubiera visto un ciego— en cuanto el niño cogió el balón empezó a barrerlos a todos: a los altos, a los fuertes, a los guapos, a los expertos de la táctica con su verborrea del tiki-taka. El balón le había convertido en Dios. Pensé en Maradona, como siempre: en el paternalismo o el rechazo del principio, cuando se incorporaba a la pachanga un barriguitas de medio metro. Sin aprender la lección fundamental del fútbol: no hay deporte más democrático que éste, y ninguno tiene más facilidad para convertirse en dictadura.
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