El último vals en Río
La despedida de Phelps y Bolt, las dos estrellas del siglo XXI, marca un fin de ciclo de los Juegos, un modelo agotado
Como pareja de un vals de fin de siglo después del que nada volverá a ser como fue antes, Usain Bolt y Michael Phelps, dos gigantes, abandonaron para siempre los Juegos Olímpicos.
Dentro de unos años, los chavales que aún no han nacido oirán hablar de ellos y desearán haber vivido sus años, años en los que creerán que todo era posible. Sus medallas incontables, sus victorias, les condenarán a la idealización que regala la memoria. Yohan Blake, el amigo, dice de Bolt que es “inmortal”. No exagera.
Phelps y Bolt serán nombres que deslumbren a la imaginación alegre, como en el recuerdo de viejos lo hace gente como Johnny Weissmuller, del que cuando ponían en la tele las películas de Tarzán nadando entre cocodrilos siempre se recordaba su pasado de campeón olímpico de natación en los años 20, o Jesse Owens, el que desafío a Hitler en 1936 o Herb Elliott en Roma 60; o, para los no tan viejos, Mark Spitz en Múnich 72 o Nadia Comaneci en Montreal 76 o Carl Lewis en Los Ángeles 84. Entonces, en el siglo pasado, a las figuras olímpicas les bastaba unos solos Juegos excepcionales, con una sola carrera a veces, con un gesto único, para ser recordados siempre.
La perfección imposible
Si no fuera porque en sus largos viajes olímpicos han competido en la batalla de la imaginación de los aficionados contra los de ahora y también contra los mejores del pasado, Bolt y Phelps ya habrían sido inalcanzables con una sola muestra de su genio.
A Bolt le habría valido con la mitad de lo que hizo en Pekín hace ocho años, con los 100 metros más alucinantes que se puedan encontrar en YouTube. Solo esos 9,69m corridos solo hasta las tres cuartas partes, solo su gesto abrumador en el final, le hicieron ya inmortal. El resto de chatarra, siempre de oro, hasta nueve o, como diría la Biblia, tres veces tres, son una acumulación, símbolo de otro valor, la longevidad y la pervivencia, que solo aumentan su grandeza en cuanto que le permiten afirmar: “Soy invencible”. El valor supremo.
Phelps no habría necesitado más que una centésima de segundo, la fracción mínima de tiempo de la que más se ha podido escribir en la historia olímpica, la que le dio la victoria en los 100m mariposa sobre Cavic en Pekín, el triunfo del séptimo oro en unos solos Juegos con el que igualaba al Spitz de Múnich. Llegó otro oro más en Pekín para romper el empate y 23 contaba ya con dedos de pies y manos y le faltaban tres, a la hora de la danza del adiós.
Los dos han sido tan ambiciosos en su codicia olímpica, que a Simone Biles no le basta con sus cuatro oros en la gimnasia de Río para ser considerada deportista única. La gimnasta norteamericana deberá repetir, al menos en Tokio, y no volver a fallar en la barra de equilibrio. La perfección imposible también da puntos.
Los Juegos seguirán creando héroes deportivos, es su destino, pero serán necesarios al menos tres o cuatro Juegos más para que lleguen a ser Bolt o Phelps, que han dejado detrás de ellos un desierto en sus especialidades. Coincidiendo con el nacimiento, esplendor y ocaso de Bolt, el sprint ha vivido las mismas fases: detrás del jamaicano, todos los que intentaron igualar su ritmo imposible están rotos. “Soy eterno”, dijo Bolt, mucho más locuaz que el tímido Phelps a la hora de hablar de sí mismo, de loar su propia excepcionalidad. Los dos bailarines se marchan desde lo más alto de los podios, un logro que pocos antes han alcanzado.
“Han sido unos Juegos icónicos”, dice Thomas Bach, el presidente del COI, que solo ha podido adjetivar la complicada cita de Río, unos Juegos que han demostrado que el modelo es imposible de repetir, inspirado por sus dos grandes protagonistas.
De los Juegos se marcha también el histórico Chuso García Bragado. Lo hará solo, en la misma soledad buscada en la que ha recorrido marchando siete ediciones seguidas. Al llegar a Río vivió el único momento que le hizo emocionarse en público, el recibimiento de la Villa de todo el equipo español. Se irá después de portar la bandera española en la clausura, orgulloso por haber terminado de pie, con la cabeza bien alta, su última marcha.
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