Una final por los suelos
El árbitro brasileño estaba encantado de haberse conocido, plagado de gestos para la tele
El partido se disputó, pero no se jugó. Imperaba la ley del hombre al suelo que gobierna siempre las disputas; el fútbol se rige por el balón al suelo, llámese césped o pasto. Menos aún si quien gobierna la disputa, no el fútbol, es un tipo encantado de haberse conocido, plagado de gestos para la tele, un árbitro de esos que entienden el diálogo como una disculpa permanente con la garantía de atraer las cámaras hacia su calva morena y reluciente. Antes de acabar la primera mitad, ya se había cargado a dos contendientes (Marcelo Díaz y Rojo) con la rigurosidad de los mediocres: ni la segunda tarjeta de Marcelo Díaz fue falta ni la de Rojo tan alevosa como para el máximo castigo. Tan feliz estaba el árbitro brasileño con sus gestos, diálogos y aspavientos (propios de la ópera bufa) que no entendió lo que necesitaba el partido: calma, ducha, vestuario... y alargó la disputa, que no el partido, más de cinco minutos.
A Argentina le pasa como a Brasil: hace tiempo que dejó de ser ella misma
Las disputas nacen de las rencillas tanto como del miedo. Rencillas había alguna desde la anterior final y el miedo fluía a raudales. Había que descontar el primer tiempo del precio de las entradas. El cielo se le cayó encima a Medel cuando erró un control siendo el último hombre, pero Higuaín lo devolvió a su sitio errando un gol imperdonable. La jugada no valía el precio de media entrada.
El otro medio fue un combate entre Messi y Chile. Argentina tiene poco talento, pero a Messi le sobra. Chile reparte su talento entre futbolistas como Alexis, Vidal y Aránguiz. Una desigualdad numérica, pero con Messi de por medio la aritmética no sirve. En ambas cosas, el partido, o sea la disputa, sí se pareció al fútbol. Chile presiona de memoria, es decir, no pierde la posesión; Argentina presiona con el alma, o sea a veces pierde la posición, los nervios y la cabeza. Mercado y Funes Mori perdieron las tres cosas. Nada vio el árbitro, más preocupado por la posición de las cámaras.
A Argentina le pasa como a Brasil: hace tiempo que dejó de ser ella misma. Sus centrocampistas trotan y corren, es decir disputan, por las buenas o por las malas. El resto es cosa de Messi y, en algunos casos de Banega o Kun Agüero. Chile sí es fiel a sí misma: control, presión, velocidad y espíritu colectivo. Por eso las ocasiones argentinas fueron de Agüero y las de Chile tenían que ver, por ejemplo, con las incursiones de los laterales. Lo individual frente a lo colectivo. Pero entre lo uno y lo otro se construyó una final muy pequeña para un torneo muy grande. Incluso en los penaltis fallaron los buenos: Messi y Vidal. Un final y una final a la altura del juego, es decir, por los suelos.
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