Júlingans
En los disturbios se trata de culpar a cualquiera con tal de no reconocer la responsabilidad propia
Hace años, no recuerdo cuántos exactamente, unos chavales del pueblo decidieron montar un equipo que nos representase en las competiciones regionales y situase Campelo en el mapa futbolístico. Los objetivos deportivos, ambiciosos, contemplaban la posibilidad de alcanzar la Tercera División en un plazo máximo de cinco años y se calculaban cinco más, quizás seis, para alcanzar la ansiada Primera y ver al Real Madrid o al Barça jugando en el Estadio Municipal de A Seca. El anuncio disparó la ilusión de los vecinos y antes de conocerse el diseño del escudo ya se había establecido un grupo de animación que acompañaría al equipo en todos los partidos.
La mañana del debut amaneció bajo el sonido de machetazos en el monte y para la hora del partido no había un solo hombre, mujer o niño que no tuviese un palo a su medida en la mano, bien sujeto, dispuestos a alcanzar la gloria deportiva por las buenas o por las malas. Como era de esperar, el partido no llegó a concluir por la gravedad de los incidentes y antes de terminar la primera vuelta del campeonato el Campelo ya había sido expulsado de la competición. De aquel sueño colectivo mal entendido guardaba una imagen en mi cabeza que estos días he vuelto a refrescar gracias a las batallas campales que se están convirtiendo en la seña de identidad de esta Eurocopa de Francia 2016: una sábana pintada a brochazos de pintura plástica azul en la que se podía leer el lema “Júlingans Campelo”. Todavía hoy me sigue maravillando aquella tilde colocada con tan buena intención.
Como siempre que suceden estas cosas, de los disturbios en las calles y estadios de Francia se trata de culpar a cualquiera con tal de no reconocer la responsabilidad propia de cada uno. Las autoridades francesas culpan a las aficiones de ciertos países. Esos mismos países culpan a las autoridades francesas y a los hinchas de otros países. La UEFA no culpa a nadie en concreto pero, por si acaso, multa a la Federación de Rusia con la misma cantidad que impuso al FC Barcelona por el asunto de las banderas esteladas… En Campelo, recuerdo, se cargó toda responsabilidad sobre los mal llamados drogaditos, una generación de jóvenes a los que la heroína ya estaba segando la vida sin saberlo, casi en silencio, durante aquellos años de plomo y papel de plata.
¿Quién es el verdadero culpable de tan bochornoso espectáculo? Se me antoja que solo existe una respuesta posible: el propio fútbol. Un deporte que durante décadas ha consentido que cualquiera acceda a un estadio con tal de estar dispuesto a pagar la entrada. Un deporte que premia a las masas aborregadas y leales mientras exprime al aficionado singular y crítico. Un deporte que, salvo honrosas excepciones, consiente la violencia verbal y física bajo el amparo de la animación, el colorido y sus múltiples beneficios. Un deporte, en definitiva, que lleva demasiado tiempo engordando a sus propios parásitos y que, ahora, se hace el ofendido porque le pican.
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