Muerte de los torneos de verano
Después de un verano entero sin fútbol, el Carranza o el Teresa Herrera te salvaban de la deriva
Los torneos de verano ya sólo son un trozo de papel amarillento que el viento arrastra de alcantarilla en alcantarilla, dibujando espirales. Cayeron en un lento desprestigio, como la palabra footingo aquellas viejas yogurteras, nunca inventadas del todo. Es triste. Durante mucho tiempo, después de un verano entero sin fútbol, inhóspito, en el que te aburrías de pasártelo tan bien, torneos como el Carranza o el Teresa Herrera te salvaban de la deriva, igual que en esas noches que pasas en una cabaña, cuando te quedas sin tabaco, y tras seis horas con el mono encuentras un cigarro debajo del taquillón. Es un Ducados negro, con pelusilla, viejo e infeliz, pero te vale.
Entonces, el mundo era un lugar vagamente lejano, del que tenías noticias con varias horas de retraso. Naturalmente, nadie se interesaba por el fútbol en Australia, China, Japón o Nueva York. En el Bronx podían ocurrirte las cosas que le pasaban a Sherman McCoy, el protagonista de La hoguera de las vanidades, cuando por error se adentraba con su Mercedes por sus calles. En España, el Real Madrid se permitía lujos al alcance de cualquiera, como hacer la pretemporada en Cabeza de Manzaneda, donde los jugadores se quejaban de que los colchones eran blandos y las camas pequeñas, y de que sólo había una línea de teléfono para llamar a casa. En el caso del Barça, con su autobiografía a medio escribir, el club tenía tanto futuro por delante que su proveedora oficial era una marca de ropa de baño llamada Meyba.
Disputar el Colombino, el Gámper, el Naranja o el Santiago Bernabéu proporcionaba prestigio
En un país así, disputar el Colombino, el Gámper, el Naranja o el Santiago Bernabéu proporcionaba prestigio, a la vez que el museo del equipo se llenaba lentamente de trofeos bañados en plata. Hasta ese día, que al fin te sometías a una prueba seria, la pretemporada había transcurrido entre ejercicios agotadores y partidillos contra equipos a los que, jugando a la pata coja, y todavía con algo de barriga, ganabas catorce a cero. Te dejabas meter dos, para disimular el abuso, pero el rival era tan flojo que no subían al marcador. El día del Carranza o el Teresa Herrera se acababan las bromas. No se hacían experi-mentos. Se jugaban con leyes irrefutables, como que todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él. Por lo pronto, entrabas al campo ya sin barriga.
Enfrente te esperaba un Deportivo que actuaba igual que un sheriff. No le gustaba que manoseasen su trofeo. El tamaño impresionaba. Calculabas que si tu equipo ganaba, y lo llevabas a una casa de empeños, con lo que te diesen podrías jubilarte en Brasil y aprender a jugar al fútbol con Zito. A tu alrededor las gradas ardían, con los aficionados vestidos de playa, y el campo estaba tan bien cuidado después de un verano sin fútbol, que casi podía utilizarse para jugar Wimbledon. Suena bien, ¿verdad? Pues ese mundo se fue a la mierda y el encanto de los torneos de verano murió de frío. Lloremos.
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