El sello del número uno
Djokovic celebra su octavo grande cerrando con 6-0 la semifinal y la final
Así ganan los campeones, así queda grabado el sello de un número uno: igual que en su semifinal ante Stan Wawrinka, Novak Djokovic cierra la final del Abierto de Australia, contra Andy Murray, con un 6-0 inapelable (7-6, 6-7, 6-3 y 6-0 en 3h 39m). Ese parcial demoledor, que culmina un partido de locura, corona su quinto título de Australia (el récord en la Era Abierta), su octavo grande (tantos como Agassi, Connors y Lendl), y su décima victoria consecutiva contra los otros diez mejores tenistas del planeta. A los 27 años, Nole goza de un ascendiente tan pronunciado sobre la mayoría de sus rivales como para lograr hacer lo que ayer en Melbourne: ganar pese a ser dominado por su contrario la mayor parte del partido; prevalecer pese a sus problemas físicos y a una lesión en un dedo, de la que le atendió el fisioterapeuta; triunfar hasta en circunstancias que atemorizarían a cualquiera, como cuando dos activistas asaltan la pista.
“Es un competidor enorme”, le piropea Àmelie Mauresmo, ex número uno mundial y entrenadora de Murray. “Novak ha alternado cosas increíbles y otras no tan buenas, pero incluso en esos momentos se ha mantenido ahí”, cierra para explicar los vaivenes en el encuentro de su pupilo, que cede el 62% de los puntos disputados sobre su segundo saque, con el que promedia 134 kilómetros por hora, menos que Serena Williams y Maria Sharapova, las finalistas femeninas. “Cuando Djokovic llega a los momentos decisivos, los otros bajan. Acusan el golpe”, reflexiona Guy Forget, excapitán francés de la Copa Davis. “Él mantiene la intensidad en el combate, y nadie le sigue”.
Djokovic gana la final herido. En los instantes clave, Murray se muestra superado por la fama del contrario, “tímido”, en definición de Mauresmo. Tiene ventaja en el desempate de la primera manga, y lo pierde. Logra break de ventaja en la tercera, y lo cede. Desaprovecha una bola de rotura para empatar 4-4 ese parcial, y ya no vuelve a sumar un juego. Así, encaja un 8-0 sonrojante. Si a Wawrinka le pesó la intensidad de Nole (“Ya antes del partido estaba completamente muerto a nivel mental, sin batería”, admitió), a Murray echarle un pulso le funde los plomos: acaba llenando el partido de tacos y conversaciones consigo mismo (“¡Despierta!”), incapaz de entender cómo es posible que ese contrario que se cae por los suelos igual que si le hubieran pegado un tiro, desmadejado y descoordinado, “débil”, aseste luego unos golpes a la altura de su prestigio.
“Cuando Djokovic llega a los momentos decisivos, los otros bajan", dice Guy Forget
“Estoy enfadado por dejar que eso me afectara en el tercer set”, dice después, cuando insinúa la posibilidad de que Djokovic se estuviera haciendo el lesionado sin estarlo. “Me distraje. Una cuestión mental. Una decepción”.
Eso es lo que provoca Nole en Melbourne, igual que Rafael Nadal en Roland Garros y que Roger Federer en Wimbledon. No compite solo con su presente, aprovecha también su pasado. No juega solo con el tenista que es hoy, sino también con la leyenda que construyó el de ayer. El serbio, coronado por primera vez como marido y padre, ha hecho de Australia su jardín. Gana en las buenas y las malas. Eso alimenta su resistencia y quema la fe sus contrarios, que a veces, como ayer Murray, se despiden sin apenas levantar la voz cuando podrían haber dado un largo discurso sin que nadie les interrumpiera. En Melbourne, el aspirante, que ya ha perdido cuatro finales en Australia, se atraganta cada vez que tiene la oportunidad de decir algo. En consecuencia, es el número uno quien habla: “Fue luchar al gato y al ratón. Me sentí exhausto, pero siempre creí. No quise rendirme. Para ganar estos partidos hay que encontrar esa fuerza interior, esa fuerza mental, porque te mantiene en el partido sin que importe cuántas veces has caído”.
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