El francés más envidiado en julio
No hay nadie con más opoder en Francia durante el tour que Christian Prudhomme, su director Cualquier aficionado al ciclismo soñaría con ser él un día
El hombre Tour de La Repubblica, Gianni Mura, entrevistó una vez a Francesco Guidolin, un conocido entrenador de fútbol italiano, y le preguntó cuál era su sueño secreto, y Guidolin, gran amante del ciclismo también, le respondió sin dudarlo: “Ser Mura en julio”. Modesto el deseo técnico del Udinese, que ya puestos a soñar, y sin perder de vista el Tour ni julio, podría haber pedido ser Christian Prudhomme, aunque solo fuera por un día.
Ya los clásicos de la literatura ciclista describieron al Tour como un espacio geográfico imaginario que ocupa durante cada etapa más de 200 kilómetros de las carreteras francesas, una burbuja de fronteras definidas por vallas en las que la única ley es la que dicta el director de la carrera. Prudhomme, ese hombre, un periodista muy popular en sus tiempos televisivos, prefiere hablar del Tour como una gran ciudad que cada día cambia de ubicación, una ciudad en la que los ciclistas (198 en la salida) son una minoría, importante pero minoría, una gota entre las 4.500 personas que la pueblan permanentemente. Los miembros de la organización, médicos, periodistas, personal de los equipos, patrocinadores varios, prestatarios de servicio y caravana publicitaria se mueven diariamente en más de 1.000 vehículos y ocupan 3.000 habitaciones de hotel. En la edición que ayer concluyó en París, esta villa tan colorida y chillona visitó cuatro países, 33 provincias (o departamentos) y 662 términos municipales, y 36 ciudades fueron principio o final de etapa.
Y al mando de todo el dispositivo —incluidos los 47 guardias republicanos orgullosos en sus grandes motos y los 25.000 agentes entre gendarmes, policías municipales y hasta antidisturbios que montan plantón diario en los cruces de carretera atravesados por la carrera— un solo líder, Prudhomme, que tiene un despacho móvil en un Skoda rojo que abre la carrera al que invita como huéspedes a príncipes, como en Reino Unido, o a presidentes de la República, como François Hollande, o Nicolas Sarkozy en sus tiempos, un habitual, o primeros ministros, como Manuel Valls. Su despacho fijo está en el llamado village de salida, una especie de feria de muestras, feria de vanidades, en la que todos los días alcaldes, concejales, presidentes de diputación o de consejo regional acuden a dar discursos y a recibir regalos de manos de las viejas glorias Hinault y Thévenet, exganadores del Tour que son los principales ayudantes de Prudhomme. Y hace hasta gracia ver, como en Pau, a personajes importantes de la política francesa, como el recién elegido alcalde François Bayrou, pegándose por una maillot amarillo firmado por Nibali o un libro con la historia del Tour como cualquier aficionado. Tanto impone el Tour.
Pese a su gusto por los recorridos peligrosos, los equipos lo aprecian
“Ante Prudhomme siento ganas o de besarlo o de darle una patada”, dice un colega, y dicen los directores de los equipos, que no aprecian su gusto morboso por dibujar recorridos peligrosos en los que las caídas, como este año, sean los grandes acontecimientos del día, las generadoras de emociones fuertes. “No piensa como un dirigente deportivo sino como el jefe de un negocio que necesita televisión sobre todo”, dice un director. Sin embargo, por amor al Tour, ganan finalmente las ganas de besarlo. Cualquier aficionado al ciclismo soñaría con ser Prudhomme un día, y el propio Prudhomme, quien cuando niño, en junio, cuando los periódicos publicaban el recorrido de la carrera, recorría con el dedo sobre un gigante mapa del hexágono desplegado en el suelo todos los vericuetos de las carreteras departamentales, memorizando con deleite cada nombre de pueblo atravesado, y cargándolo de sueños. Y ese mito, el de que todos los niños franceses sueñan con el Tour, él lo sigue manteniendo vivo ya de mayor, ya de jefe.
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