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Río, ciudad fantasma

Entre los aficionados hubo más estupor que indignación, como si la impotencia hubiese secado el orgullo patriótico

Un niño llora la derrota de Brasil en Copacabana
Un niño llora la derrota de Brasil en CopacabanaLeo Correa (AP)

Río se convirtió en una ciudad fantasma, sin los bocinazos ni las trompetas que habían celebrado hasta ahora todos los partidos de la seleçao. En los bares, los turistas consolaban a los aficionados que se resguardaban como podían de la lluvia, al abrigo de la barra, y trataban de asumir la realidad: el destino, siempre caprichoso, le había reservado a Brasil una experiencia quizá más dura todavía que el Maracanazo. Los escasos aficionados alemanes que se animaban a caminar con sus banderas por Copacabana, empapados por la lluvia torrencial, desfilaban en silencio sepulcral hacia sus hoteles. La Fan Fest de Copacabana, vacía, asumía bajo la lluvia un aspecto espectral delante del mar. Se percibía más estupor que indignación, como si la impotencia hubiese secado el orgullo patriótico del país que ha ganado más Mundiales.

Si la imagen de los jugadores alemanes celebrando la victoria en el descanso (0--5) parecía sacada de una película de ficción, extraterrestres habían resultado los eufóricos anuncios de patrocinadores que mostraba la televisión en el descanso (y que fueron retirados al finalizar el partido). La pequeña pantalla había decretado ya por entonces que era una derrota “aún más traumática” que la de 1950. Confirmaban que algunos espectadores se habían marchado ya del estadio. Miroslav Klose, con el 2-0, había superado también a Ronaldo como máximo goleador de la historia de los Mundiales. Julio César, redimido por los penaltis contra Chile, era sepultado por una goleada legendaria. Los periodistas acreditados recibían whatsapps de seres queridos exhortándoles a no salir mucho a la calle. Los lugareños habían cambiado la cerveza por la cachaça: beberían para olvidar. La abrumadora presencia de soldados en la calle, propia casi de una dictadura militar, cobraba un matiz siniestro, resaltado por el ruido de helicópteros en el cielo.

A comienzos del segundo tiempo ya circulaban por Twitter fotos de hinchas brasileños quemando una bandera verdeamarelha en Villa Madalena. “Brasil ha pasado de pentacampeón a pentagoleado”, escribía una periodista carioca. El pais do futebol temblaba como el castillo de naipes. Los inclementes abucheos a Fred dolieron quizá hasta a sus rivales. David Luiz ya no parecía tan seguro y angelical. Ni siquiera se hablaba de Neymar, el ídolo caído.

Sonaban lejanas las palabras de Scolari a finales de mayo, cuando presentó la lista de 23 convocados: “El público empezó a creer en nosotros al ganar la Confederaciones”. Como si fuese una novela kafkiana, la Canarinha no podrá ni siquiera sepultarse bajo las sábanas. El calendario de la FIFA le obliga a jugar un partido por el tercer puesto, que podría convertirse en un suplicio si su rival fuese Argentina. Es imposible prever el comportamiento del público el sábado en Brasilia. La tremenda sensación de responsabilidad que acarreaban los futbolistas brasileños (16 de ellos, debutantes en un Mundial) por superar el fantasma del Maracanazo le ha explotado en la cara a todo el país. “Ahora tenemos que apoyar más que nunca a Holanda”, decía Marcelo, conserje, antes de pronosticar una borrachera “necesaria” para digerir la humillación.

Ya no habrá un Barbosa (el guardameta que encajó el gol del uruguayo Ghiggia en 1950) al que humillar durante 40 años. Julio César lloró ayer bajo los palos después del séptimo gol. Pero no estará solo en la diana: los abucheos ensordecedores de los torcedores eran para todos. Con los partidos de Liga jugados en estadios relucientes pero semivacíos, clubes con deudas millonarias, ningún equipo brasileño clasificado a las semifinales de la Libertadores por primera vez en 13 años, una federación todopoderosa y acechada por sospechas de corrupción y un sector importante de la opinión pública contrario a los gastos en el fútbol, Brasil no podrá esquivar durante más tiempo la reforma de un deporte anquilosado y con graves problemas de rentabilidad. Si el gol del uruguayo Ghiggia fue el más silencioso del mundo, jamás un gol (el 1-7 de Óscar, en el minuto 89) fue recibido con pitos por sus aficionados. Los niños lloraban en las gradas. La caballerosidad alemana previno cualquier escena de violencia: el entrenador alemán, Joachim Löw, no se permitió ni esbozar una sonrisa. En Río volvía a caer una lluvia torrencial. No se oía ni una trompeta, ni una bocina. La gente miraba al vacío. Se armaban corrillos improvisados de estupefacción en los portales.

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