El eterno canchero
Genio y figura, Luis era trinitario: en un minuto podía ser Luis, Aragonés o Suárez. Los tres eran igual de complejos, taciturnos, socarrones, hilarantes, ásperos, dicharacheros, retraído, directo como un aguijón. Solo tenían un nexo en común, Luis Aragonés Suárez nunca dejaba impasible. Resultaba tan inescrutable que con sus cosas no siempre sabía uno a qué atenerse, si llorar o reír. Un personaje enciclopédico tras su perpetuo “tal y tal” que siempre cautivaba a los vestuarios, incluso por las bravas, como bien sabe su ahijado Eto’o. Destilaba fútbol y más fútbol y a los jugadores les llegaba hondo con su verbo directo, punzante, cómico incluso. Un pillo que sabía demasiado. Lo mismo les sorprendía con los nombres y apellidos de los linieres —así flirteaba con ellos desde la banda, porque sostenía que les orgullecía que les conociera—, que se hacía el abuelete y se refería a Ballack como el “Wallace ese” para quitar hierro a la final de Viena.
Luis entendía como pocos lo que se cuece en un vestuario, porque toda su vida fue entrenador-jugador, dualidad que jamás disoció. Lógico si se repara en que fue alumno y jefe de sopetón desde los 36 años. Todo en unas horas, las que tardó Vicente Calderón en quitarle el pantalón corto y ponerle un chándal. “Los entrenadores siempre deben ir en chándal”, acostumbraba a decir este hombre tan canchero y obsesivo que llegó a dirigir una sesión de precalentamiento con una pelliza puesta en El Plantío y sus alborotadas e infinitas patillas descolgadas bajo unas gafas de otro siglo. La única imagen que le preocupaba era la del fútbol, ahí donde se sentía plenamente realizado.
Ya de entrenador, como nunca se jubiló como futbolista, era habitual verle tocar y tocar la pelota en los ensayos. Mientras los chicos correteaban, él siempre estaba rodeado de balones, sin importarle un rábano cargar con la bolsa de las pelotas. Y hasta tirar faltas, de lo que presumía ante sus pupilos. No le faltaba razón, Aragonés era un zapatones, pero un zapatones de seda.
Luis concitaba numerosas fidelidades en la distancia corta, en la que lucía una socarronería que nade tenía que ver con su imagen hosca, la del gruñón ante los focos. Con tantas afinidades hasta se rebajaban sus exabruptos, sus desplantes a los ramos de flores o sus arengas excesivas con henrys de por medio. Las cosas de Luis, de Aragonés o de Suárez, vaya usted a saber.
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