El deporte como cuento de hadas
Hace poco estuve en una firma de libros en Nueva York con el hombre que fue mi agente durante mis 10 años de carrera baloncestística. Al igual que yo, escribió su libro desde su perspectiva de persona del mundo del baloncesto. Nunca habíamos aparecido juntos en público y estaba muy contento de tener por fin la oportunidad de sentarme en un escenario con él.
Durante los primeros 40 minutos de nuestra presentación, entretuvimos a la gente como viejos profesionales. Él se centró en su material habitual que, por experiencia (que se extiende a lo largo de cerca de 1.200 llamadas de teléfono), sé que está relacionado con el hecho de ser judío y de tener tres exmujeres. Yo cumplí con mi parte contando historias de compañeros de equipo estadounidenses que no sabían cuántos Estados hay en EE UU.
Pero luego pasamos a una sesión de preguntas y respuestas, y todo cambió. Perdimos por completo la simpatía del público. Desconcertados, hicimos una pausa programada, agradecidos por tener la posibilidad de replantearnos la táctica. Pero nunca recuperamos la confianza del público y, en una noche que había empezado siendo muy prometedora, acabamos vendiendo unos seis libros entre los dos.
Pero siempre llega un momento en el que tienes que cerrar el libro de cuentos. Y volver a la vida real
No me sorprendió que nunca la recuperásemos otra vez. Durante el descanso, cuando me dirigía al servicio, una mujer me abordó y me dijo que estaba disfrutando con nuestra charla, pero que no quería que echase por tierra su opinión sobre el baloncesto profesional contándole cosas que no quería oír sobre los jugadores de la NBA que le encantaban. Decía que necesitaba esa evasión.
Le pregunté si no le importaba que su forma de evadirse de la realidad se basase, en parte, en una mentira. ¿Qué pasaría si los jugadores por los que tanto se interesaba resultasen ser, por ejemplo, malas personas? Reflexionó sobre mi pregunta durante un segundo y luego sonrió. “Necesito mis cuentos de hadas”, dijo. Y acto seguido, se fue con paso incierto a la cafetería para tomarse algo.
Los deportes profesionales pueden ser magníficos. Nos recuerdan lo mejor de nuestro lado físico. Nos permiten traspasar de vez en cuando los límites de la mortalidad. A veces son hermosos, a veces son trágicos, y a veces —como cuando intervienen los Knicks de Nueva York— son divertidísimos. Pero los deportes profesionales también tienen un lado oscuro. Los que participan en ellos casi nunca muestran el mismo interés que sus fans, sus equipos son más parecidos a una empresa de lo que pensamos y sus propietarios normalmente saben de qué va.
Durante la mayor parte de mi vida, se entendía este toma y daca, pero el interés por los deportes profesionales ha alcanzado cotas históricas. Todo consiste en conseguir más y en ser más grande y más rápido. Más dinero, acuerdos de televisión más lucrativos y resultados más rápidos en tu teléfono. Y no da muestras de decaer. Conozco a hombres que solo pueden hablar entre ellos de algún movimiento de plantilla que sus equipos favoritos acaban de realizar.
Parece que hemos perdido la perspectiva, como los romanos en los juegos flavianos, y estamos distraídos porque pensar en los problemas reales es demasiado difícil.
La mujer que estaba en nuestra firma de libros tenía razón. Los deportes son como cuentos de hadas, lo único es que se le ha olvidado un aspecto importante de los cuentos de hadas. En concreto, que cuando estás leyendo un cuento de hadas, llega un momento en el que tienes que cerrar el libro. Y volver a la vida real.
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