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El orgullo de Lagarto

La ciudad de 100.000 habitantes donde nació Diego Costa aguarda expectante su estreno con la selección española

Jair, hermano de Diego Costa; su padre, José; su madre, Josileide; y su hermana, Talita.
Jair, hermano de Diego Costa; su padre, José; su madre, Josileide; y su hermana, Talita.joedson rangel

El chaval, con 14 años recién cumplidos, no para de dar cabezazos a un balón que cuelga atado de un árbol. La cancha está rodeada de campos de tabaco. El césped está lleno de hoyos y salpicado de tierra. Después de cientos de remates de cabeza, la mayoría con rabia, el balón le golpea la cara. El muchacho, con la sangre brotando de su nariz, se queja al entrenador. “Sigue trabajando, Diego. Tienes que mejorar tu cabeceo… Además, te veo muy agresivo con tus compañeros”.

El chico cumplió la orden y su cabeceo mejoró con el tiempo. Pero 11 años después de la bronca del entrenador que vio en él madera de futbolista, su temperamento no ha cambiado. Sigue siendo un guerrero explosivo y aplicado. El niño que se entrenaba en la explanada llena de baches de Lagarto, una ciudad de 100.000 habitantes situada en el interior del estado de Sergipe (en la región Nordeste de Brasil), brilla ahora en los segados estadios de Europa. Se llama Diego Costa.

La estrella del Atlético se ha visto envuelta en una polémica que ha cruzado el Atlántico. Cuando tuvo que optar entre vestir el rojo de España o el amarillo de Brasil, Costa optó por La Roja, a pesar de que ya había jugado dos amistosos con la selección de su país natal. La decisión fue celebrada con fuegos artificiales por su familia. “Se oía el ruido a kilómetros de distancia”, asegura un amigo de la infancia de Lagarto.

Una lesión le ha impedido estrenarse con la Roja. Pero Diego no se ha desanimado. “Son cosas del fútbol. Él es muy aplicado y sabe que su hora de jugar con España llegará. Por eso se empeña tanto en su recuperación”, dice el padre del jugador, José de Jesús Costa, Zeinha, de 64 años.

Imagen de Lagarto.
Imagen de Lagarto.joedson rangel

Diego perseveró en el fútbol por su padre. Zeinha, exagricultor y jugador dominguero, siempre soñó con que un hijo suyo fuera una estrella del fútbol. El primer paso fue poner a su prole nombres de cracks del balón. A su primogénito lo llamó Jair, en recuerdo de Jairzinho, conocido como el Huracán del Mundial de 1970 porque marcó goles en todos los partidos con La Canarinha. Jair intentó ser jugador. Se entrenaba con su hermano. Durante tres meses se propuso despuntar en la Sociedad Deportiva Salvatierra, un pequeño equipo de Álava. Pero no funcionó. “No era tan aplicado como mi hermano”, admite el hoy empresario, de 27 años.

El nombre del segundo hijo de Zeinha y su mujer, Josileide, fue un homenaje al argentino que dio a su país el título del Mundial de 1986. “No le podíamos llamar Maradona porque es argentino. Por eso se quedó solo en Diego”.

Todos los que convivieron con Diego en Lagarto destacan su determinación, su tenacidad. “Dicen que es un pitbull. Pero él no es agresivo. Lo que pasa es que no le gusta perder. Por eso es tan tenaz”, asegura su madre. “Nunca entrené a nadie que luchase tanto dentro del campo. Era fominha (chupón). Solo quería ganar”, recuerda Flávio Augusto Machado, uno de sus técnicos entre los nueve y los 16 años.

Machado cuenta que al pequeño Diego no le gustaba el entrenamiento físico. “Cuando nos entrenábamos, el preparador nos mandaba dar vueltas corriendo a una plantación. En cuanto dejaba de mirar, Diego y yo atajábamos para no cansarnos tanto. Eran cosa de niños: solo queríamos tocar el balón cuanto antes”, confiesa el amigo y hoy socio Junior Menezes, de 26 años. “Siempre estuvo obsesionado por jugar”, añade. Además de amigos, Diego y Junior colaboran en financiar de la escuela de fútbol Balón de Oro de Lagarto, la misma donde el futbolista daba cabezazos a la pelota hasta sangrar por la nariz.

Diego Costa, en un cumpleaños.
Diego Costa, en un cumpleaños.

Desde que Diego Costa se convirtió en una estrella, el número de chavales que acude a la escuela Balón de Oro para aprender del estricto Machado se ha disparado. Hoy, unos 200 niños, de entre ocho y 17 años, frecuentan los tres campos cedidos por el Ayuntamiento de Lagarto.

Son chicos que pedalean hasta 30 kilómetros para ir a entrenarse gratis dos veces por semana. Como Diego, a quien muchas veces llevó al campo en bicicleta su vecino Mário César dos Santos, un chico mudo. “Diego insistía en que sacase al mudito a jugar. Yo protestaba porque Mário no me entendía, pero Diego le traducía todas mis órdenes”, recuerda Machado. El año pasado, Diego le regaló a Mário César una moto.

Además de pagar ahora la escuela de su niñez, el futbolista dona 1.000 paquetes con alimentos básicos a sus paisanos más pobres. “Lo único que nos pide es que no digamos que es él quien las dona. Aquí hay mucha gente necesitada”, afirma un familiar. El municipio de Lagarto, sito en la menor de las 27 unidades federativas que componen Brasil (26 Estados más el distrito federal, la ciudad de Brasilia), tiene un 29% de su población por debajo del umbral de pobreza (la media en el país es del 20%). Es decir, que casi 29.000 personas tienen una renta mensual inferior a 140 reales mensuales (unos 50 euros). Más de la mitad de las casas no tiene saneamiento básico.

Durante el día, las calles del centro de Lagarto están llenas de vendedores ambulantes y de mendigos merodeando en busca de comida. De las paredes de las casas de la periferia salen tuberías de las paredes que funcionan como alcantarillado. Los vecinos y estudiosos del municipio recuerdan que antes era mucho peor. “La ciudad tuvo un boom en 2004 con la llegada de varias universidades privadas”, explica el profesor e historiador Claudefranklin Monteiro Santos. Hoy Lagarto es considerado uno de los principales polos económicos de Sergipe. Hay industrias dedicadas al tabaco, la producción de zumos, condimentos y café. La agricultura local abastece a esas industrias locales.

Dicen que es un ‘pitbull’. No es agresivo, es que no le gusta perder”, dice su madre

Pese a la gran cantidad de tiendas que hay en Lagarto, es difícil encontrar una camiseta de Diego Costa. “La del Atlético no ha llegado porque hasta ahora Diego no se había hecho famoso. Y la de España aún no se la ha puesto”, explica Josué Silva, un comerciante en cuya tienda sí pueden comprarse las de Robben, Messi, CR o Neymar. “Cuando se estrene con La Roja estamparemos una con su nombre”, remacha el tendero.

Tampoco es fácil encontrar a alguien que discuta la decisión de Diego Costa de jugar con la selección española. “Tuvo cojones”, proclama el profesor Santos. “Felipão (el seleccionador brasileño) no iba a llamar a Diego para el Mundial. Y no se merece que lo releguen por Pato, reserva en Corinthians. Diego hizo lo correcto y todos le animamos”, dice Carlos Silva, funcionario en Lagarto.

El día que el hispano-brasileño se enfunde la roja, Zeinha, el padre, va a encargar un centenar de camisetas con el nombre del hijo para repartir entre los amigos. “Estaba a punto de a pedirlas, pero con la lesión tuve que esperar un poco”, asegura. La alegría que muestra el padre se convierte en lágrimas de emoción cuando recuerda el día en que Diego le dijo que iba a apostarlo todo por ser futbolista. Y que lo haría por amor a su padre. Fue después de estar a punto de desistir. Cuando llegó a Portugal de la mano de un ojeador, Diego llamó a Zeinha para decirle que iba a dejarlo todo porque no se acostumbraba ni al frío ni a la comida: “Pero luego me prometió que no iba a abandonarlo todo porque quería hacerme feliz”. Nueve años después de abandonar Lagarto, de pasar por el casi desconocido Barcelona de São Paulo, por los portugueses Penafiel y Braga, además de por Celta, Albacete, Valladollid, Rayo y Atlético, el chaval al que le sangraba la nariz ha cumplido la promesa.

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