El flaco silba más que el tren
Dani Moreno vence en un final explosivo y Nibali vuelve a ser líder por un despiste de Horner
Fue hermoso circular por la costa y los bosques de Galicia con destino al fin del mundo. Acercarse a la Costa da Morte en busca de vida, una vez que los hilillos se fueron a no se sabe dónde con todo el prestigio muerto por la incompetencia y la hipocresía. Y fue hermoso, pero triste, ver a los ciclistas de la cola del pelotón retorcerse en el Mirador de Ézaro, algunos echar el pie a tierra, otros cimbrearse sobre la bici como toros moribundos, a los aficionados empujando a esos ciclistas medio muertos porque si no era difícil arrancar en cuestas del 28%, vencidos como vencejos, que si las alas tocan el suelo, no pueden volar. Y fue hermoso ver después, impulsados por el viento, como un motor renovable, manejarse al pelotón de unas sesenta unidades, mover el esqueleto de la serpiente por las intrincadas carreteras que conducían a Fisterra, a sesenta, a setenta, a setenta y cinco por hora. Y no fue hermoso, sino lo siguiente, ver el último kilómetro en la cuesta que sube hasta el faro que mira al mar y al infinito: ver cómo el Cannondale italiano se organiza como un batallón de abejas. Y ver a Juan Antonio Flecha, aventurero audaz, incorregible como las utopías, gastando el último aliento en una batalla desigual contra las fuerzas del pelotón.
Y no fue hermoso, ni lo siguiente, sino lo siguiente, el salto de Dani Moreno, convirtiendo el arte del sprint en un pulso a la lógica
Y no fue hermoso, ni lo siguiente, sino lo siguiente, el salto de Dani Moreno, a falta de unos 700 metros, convirtiendo el arte del sprint en un pulso a la lógica. El madrileño, cigarrín para los amigos, que había besado la lona en la segunda etapa por no arriesgar el corazón, en beneficio de Nicolas Roche, decidió sacárselo del pecho y por momentos pareció que aparecía un motorista vestido de ciclista confundiendo a la tropa. Cuando Cancellara, el tren suizo, el portentoso contrarrelojista, el de la carcasa enorme, se dio cuenta, arrancó con ese motor indestructible... pero era tarde. El flaco Dani ya volaba hacia el faro, cuando Cancellara, el avión, no acababa de despegar las alas. El listo le pudo al fuerte, aunque unos cuantos kilos les separen.
Y extraño, que no hermoso, fue el despistado Horner, hasta ayer líder, que quizás se enamoró de las playas de Fisterra y llegado el caso de seguir con la tropa, se durmió en la última pendiente y perdió seis segundos en la meta que le devolvieron el maillot rojo de líder al tiburón Nibali. Un regalo inesperado y quizás nada agradecido para el candidato italiano, que aún no quiere ejercer la labor de gobierno, que ya se sabe que desgasta a los presidentes y a sus aliados. Pero ocurrió, porque Horner, el veterano, se descuidó, miró a donde no debía o se encalló en la cuestecilla que miraba al mar con porcentajes que no superaban el 5%. Y que si miro al botellín, que si pregunto la hora, se dejó seis segundos que le quitaron el maillot rojo y se lo dieron a un tiburón que prefería vivir acostado en el mar antes de llegar a tierras castellanas.
Entre Horner, sonriente bajo sus ojos de plato, y Nibali, disfrutando entre dientes de un premio inesperado (no se diría que indeseable, por excesivo), la figura menuda de Dani Moreno, el que hace dos días miraba al suelo convicto de su falta de tacto y método mientras Roche estiraba la columna vertebral para salir en la foto de A Groba, se paseaba feliz entre abrazos de compañeros y rivales.
Nibali disfruta entre dientes del despiste de Horner y de un premio inesperado
Dos años después, volvía a ganar en al Vuelta (en 2011 lo hizo en Sierra Nevada, con el calor de Granada en las costillas), aunque entremedio se adjudicara la Flecha Valona, su mejor estandarte. Y, ¡qué casualidad!, Flecha fue su baluarte, con su ataque desesperado. Y el Movistar, espantado después de haber tenido a Herrada trabajando como un cosaco para que quizás Valverde encontrase petróleo en el fin del mundo. Pero no había. Mar y viento había para exportar, pero el petróleo se fue a otro fin del mundo con los hilillos negros. Aquellos heraldos negros, pájaros de mal agüero. Y Dani, allí, mirando de reojo al infinito, a sabiendas de que ahora toca anudarse al maillot de Purito Rodríguez. Y Nibali, allí, mirando a Horner, el guitarrista despistado, con cara de pocos amigos. Y el equipo del Movistar, allí, calculando los kilómetros que le separan de la victoria deseada. Y los demás por allí, acordándose del Mirador de Ézaro cuando echaron pie a tierra, la deshonra del ciclista, la humildad del ser humano.
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