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El ruido de Lance Armstrong

El exciclista norteamericano duda, en una entrevista en el diario 'Le Monde', de la posibilidad de acabar con el dopaje

C. ARRIBAS
Armstrong, en el Tour de 2009.
Armstrong, en el Tour de 2009.Jasper Juinen (Getty Images)

“El Tour no se puede ganar sin doparse”, dice en Le Monde Lance Armstrong, que ha ganado siete y siete ha perdido por dopaje. Por una vez humilde, el ciclista tejano habla de sistema y de cultura ciclista. Él no fue, pues, sino un hijo de un sistema venenoso en cuyo mantenimiento niega cualquier responsabilidad, una víctima de una cultura del doping arraigada en el hueso mismo del ciclismo, y, por lo tanto, inatacable sin al mismo tiempo atacar a todo el ciclismo.

Ante estas reflexiones, que niegan al ciclismo cualquier capacidad de transformación (y, en el fondo, cualquier necesidad de transformación), el ciclismo ha reaccionado con su habitual si la ficción, el Tour, su burbuja, su leyenda, es hermosa, ¿por qué contaminarla con la realidad? que, encerrándose en un qué tiempos aquellos en los que el pasado nos lo contaban mejor, en los que nos lo contábamos mejor, justifica finalmente su último lema: los tiempos han cambiado, el ciclismo ha cambiado (y ya podrían los demás deportes seguir nuestra senda…) Y para firmar este manifiesto valdría perfectamente la frase con la que Cadel Evans, el ganador del Tour de 2011, cerró ayer su conferencia de prensa: “Yo soy la prueba viviente de que Armstrong está equivocado”.

Cuando el presente sea pasado se podrá comprobar la verdad de Evans y la amplitud del cambio, de la misma manera en que en estos momentos se está volviendo a comprobar --con las palabras de Armstrong, con los papeles Puerto, con la peripecia de Jalabert y el Tour del 98 legendario y con el informe de la comisión antidopaje holandesa, que cifra que la EPO contaminaba en los años 90 a más del 90% del pelotón—la amplitud reciente del fenómeno.

“Yo soy la prueba viviente de que Armstrong está equivocado” Cadel Evans

En la sala de prensa (octava planta de un barco de crucero atracado en el puerto de Porto-Vecchio), bajo el ruido constante de los motores generadores de energía, duele el silencio de la Olivetti de Gianni Mura, ausente el periodista de La Repubblica, enfermo, por primer Tour en las últimas tres décadas. Su mirada lúcida e inteligente, la de uno que sabe dónde poner al dopaje en las crónicas –un elemento más de una receta de cocina en la que entran también las historias personales de los ciclistas, el paisaje, el peso del Tour, su historia, el duelo del deportista con todo, con su destino, con su soledad, con la fortuna, su soledad última en las montañas, su hambre—se perderá el debut en la carrera de un colombiano llamado Nairo Quintana, que en medio de una galería de rostros cadavéricos, pergaminos de piel pegados a los pómulos y venas dibujando mapas físicos de riachuelos y arroyos en las piernas bajo la piel transparente, luce unos sanos mofletillos y una capita de grasa –más del 10% de su composición corporal—que esconde no solo sus venas sino también la hiperdefinición muscular de los colegas. Así y todo, desarrolla más de seis vatios por kilo de potencia y es el mejor escalador del pelotón y el hombre, el chaval mejor (23 años) que puede dar cierto sentido a la palabra esperanza. La lástima será que si el colombiano gana el Tour, o brilla, pasará automáticamente a formar parte de la lista de sospechosos establecida y que solo se desbrozará en el futuro, cuando este presente sea pasado.

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Sobre la firma

C. ARRIBAS
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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