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EL CHARCO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sin techo para la gloria

El nuevo Wembley impacta, pero no transpira la historia; la estatua de Moore parece ajena a la mole de Foster

Estatua de Bobby Moore ante el estadio de Wembley de Londres
Estatua de Bobby Moore ante el estadio de Wembley de LondresCORDON PRESS

La mañana que fui a probarme a River alcé la vista para abarcar la tribuna alta del Monumental y sentí vértigo. Con la quinta división entrenábamos en un descampado al otro lado de la avenida y, desde la distancia, veíamos todos los días su estructura gigante, agrandada por los ojos de la edad y la ilusión de algún día romper la red en uno de sus arcos. El anillo que recorre las entrañas del estadio, el quincho, las parrillas, la vida en la pensión. La pelota, el barrio y los sueños de jugar en Primera, todo eso era el Monumental para mí. Nunca en mi vida volví a ver un estadio más grande y tal vez por eso, años después, me sentí cómodo en la inmensidad del Bernabéu, centro del universo.

El más remoto en mis recuerdos es el Romelio Martínez, con su fachada Art Deco y su añosa cubierta de chapa que, sostenida por una estructura de madera, bañaba de sombra el graderío. La sombra era un mandamiento para esquivar el sol de la tarde de Barranquilla, mientras esperaba que el Junior terminara de entrenar y me dejaran bajar a patear un rato. Cuatro años más tarde, en el 86, fui recogepelotas en la inauguración de su sucesor, el Metropolitano. Cuando volví allí 15 años después a jugar una eliminatoria con la selección, eché de menos las gradas del Romelio. Hace unos días, en Londres, tuve una sensación similar. La estatua de bronce de Bobby Moore que preside la entrada norte del nuevo Wembley parecía ajena frente a la mole gris y espectacular de Foster, construida en el mismo lugar de la mítica catedral del fútbol. El arco descomunal que, como una montaña rusa inacabada, sostiene una parte del techo, reemplaza como símbolo las antiguas torres blancas desaparecidas. El nuevo Wembley impacta, pero no transpira la historia del lugar que ocupa.

Vista exterior del Allianz Arena de Múnich
Vista exterior del Allianz Arena de MúnichReuters

Hay estadios que tienen en la memoria la forma de lo que a uno le tocó vivir en ellos, como Hampden Park. Otros los recuerdo exclusivamente por su arquitectura, como el Dragão de Oporto, el Ámsterdam Arena o el Allianz Arena que, con travestismo minimalista, se viste de distinto color según juegue el Bayern o el Múnich 1860. El Allianz Arena condenó al olvido al estadio más lindo del mundo, el Olímpico de Múnich. Su cubierta transparente flota entre árboles y lagos, y, más que anclarse en la estructura, los mástiles, soportes y cables que la elevan parecen sostener al estadio en sí. Visto desde afuera desafía la gravedad, como si todo el estadio estuviera atado con hilos colgando en el vacío. Es, en realidad, una metáfora de la luz, construida para los Juegos Olímpicos del 72 para intentar barrer la oscuridad del Olímpico de Berlín, que acogiera los tristemente célebres Juegos del 36, bajo el dominio nazi.

El Allianz condenó al olvido al estadio más lindo, el Olímpico de Múnich; pero ninguno se parece al Azteca

De otros estadios recuerdo más los acontecimientos que las estructuras. Guardo una sola imagen del Internacional de Yokohama desde fuera. De camino a la final de la Intercontinental en el autobús dormían casi todos por la diferencia horaria y el lentísimo viaje desde Tokio. El mal recuerdo de otras dos finales perdidas en Japón me mantenía despierto. Tras una curva, como en una postal, apareció el cilindro iluminado del estadio. A diferencia de la final del 96 en el Olímpico de Tokio, esta vez Zidane estaba de mi lado y a la tercera fue la vencida.

Otros recuerdos son retazos. El rectángulo de luz remoto que entra en verano en el Giuseppe Meazza. El paredón que remata la cancha del Rayo. La línea vertical de los palcos en la Bombonera. La escalera más larga del mundo, que desemboca en la cancha de Cruz Azul, construida por debajo del nivel de la calle. Las bifurcaciones y recodos del interminable laberinto que une el vestuario con el césped en la cancha de Racing, si uno logra esquivar al Minotauro.

Sin embargo, ninguno se parece al Estadio Azteca. Su fachada de concreto vio la coronación de Pelé en el 70 y la de Maradona en el 86. Ahí se jugó el Partido del Siglo entre Alemania e Italia y ahí Maradona marcó el mejor gol de la historia de los Mundiales. Ramírez Vázquez, el arquitecto, falleció la semana pasada. El Museo Nacional de Antropología es otro de sus muchos edificios. Cuando uno entra allí instintivamente hace silencio. Está construido con un concepto de templo representando un pasado que merece respeto. La misma sensación de recogimiento que inspira el Azteca, el único estadio del mundo que no le pone techo a sus protagonistas.

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