El futbolista y el cura
"Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra"
—John Donne
Un club de fútbol ficha como entrenador a un personaje repelente. Su manera de entender el mundo atenta contra los antiguos valores del club. Pero es un ganador y el club está desesperado por ganar. A cambio de victorias, o de la promesa de victorias, vende su alma al diablo. Decide que el éxito en el campo vale más que el honor, que ganar partidos justifica el sacrificio del señorío.
Hablamos, por supuesto, del Sunderland, equipo leyenda del noreste de Inglaterra, club triunfador a finales del siglo XIX y principios del XX. Hablamos de su decisión, anunciada hace una semana, de contratar a Paolo di Canio como entrenador. Di Canio, un ex jugador italiano, se ha definido durante años como fascista, en el sentido estricto de la palabra: no ha disimulado su admiración por Benito Mussolini. No solo lleva un tatuaje en el brazo con la palabra Dux, sobrenombre latino por el que al dictador italiano le gustaba que le conocieran, sino que él mismo lo confesó en 2005. “Soy fascista,” dijo. Aunque rápidamente, y curiosamente, agregó: “pero no soy racista”.
La distinción no convenció a David Milliband, un ex canciller laborista británico, que dimitió como vicepresidente del Sunderland nada más conocerse el nombramiento del italiano. El resto de la directiva del club careció de la misma claridad moral. El terror, muy real esta temporada, de descender a la Segunda División inglesa y la convicción de que Di Canio era el hombre indicado para evitar la catástrofe les nubló el pensamiento. Los que nombraron a un fascista como entrenador eran los mismos que unas semanas antes habían tomado la decisión de crear una alianza formal entre el club y la Fundación Nelson Mandela.
Tras recibir la carta de un decano, Di Canio asegura que rechaza el fascismo. ¿Lo dijo de corazón?)
Mandela fue el antiHitler del siglo XX, el líder cuya grandeza consistió en unir a un pueblo dividido, no en fomentar el odio y en masacrar a sus enemigos. Lo que hizo el Sunderland fue optar por agitar dos banderas, con una mano la de Mandela; con la otra, la de Mussolini, el amigo de Hitler. Los dos tiranos, creadores del original “eje del mal”, fueron aliados en la Segunda Guerra Mundial. Mussolini fue cómplice del exterminio de seis millones de judíos.
Pero en una rueda de prensa el martes Di Canio se negó, con indisimulada irritación, a contestar preguntas sobre sus creencias políticas. El día siguiente un cura entró en la contienda. El decano de la catedral de Durham escribió una carta a Di Canio. Le dijo que siempre había sido un ‘supporter’ del Sunderland; le dijo que su madre había sido judía y había tenido parientes que murieron en los campos de concentración nazis; le explicó lo de la complicidad genocida de Mussolini con Hitler y lo inexplicable que era declararse fascista y no racista; le dijo que no quería que “tendencias tóxicas de extrema derecha” contagiaran a la juventud de su comunidad; le dijo que si no renunciaba públicamente al fascismo se le iba a poner muy difícil a él –el cura- mantenerse leal al club de su vida.
Y escribió una cosa más. Que el fútbol no era un isla, un fenómeno apartado del mundo. “La política y los deportes de alto perfil pertenecen, como la religión, a la totalidad de la vida”. Ahí estuvo la esencia del mensaje del decano de Durham, la gran verdad que Di Canio y los señores que lo contrataron habían querido negar.
Di Canio recapacitó. Las palabras del religioso tuvieron el impacto deseado y el italiano respondió, al final, como Dios manda. Renunció a sus antiguas herejías. En una declaración oficial dijo: “No soy político. No estoy afiliado a ninguna organización, no soy racista y no apoyo la ideología del fascismo. Respeto a todo el mundo”.
¿Lo dijo de corazón? Eso solo él lo sabe. Pero uno tiende a sospechar que el flirteo de Di Canio con el fascismo fue, en realidad, una chiquillada, la pose de machito de un adolescente de 44 años que no entendía lo que decía o pensaba. Lo importante es que, al menos mientras Di Canio siga en Inglaterra, no hay marcha atrás. El ambiente que rodea al fútbol se ha vuelto menos tóxico. Eso no pasa todos los días y representa una pequeña victoria, digna de celebrar.
Lo único que queda por ver ahora es si se borra ese estúpido tatuaje del brazo.
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