Elena Ajmilóvskaia, ajedrecista de vida novelesca
Se fugó de la URSS para casarse con un estadounidense
Los lectores menores de 35 años tenderán a no creer la historia de Elena Ajmilóvskaia (Leningrado, actual San Petersburgo, 1957), muerta el pasado día 18 de noviembre, a los 55 años, por un cáncer de cerebro en Kirkland (EE UU). Pero si conocen la enorme importancia política y popularidad del ajedrez en la extinta Unión Soviética, así como la falta de libertades en el entonces país más grande del mundo, podrán comprender la trascendencia de lo que ocurrió en la Olimpiada de Ajedrez de Tesalónica (Grecia), a finales de noviembre de 1988.
Era viernes, y la tensión en cuanto a la medalla de oro femenina era inmensa e inesperada. Hasta entonces, las soviéticas habían logrado 11 oros en otras tantas ediciones, y casi siempre arrasando. Por ejemplo, Ajmilóvskaia ganó las 10 partidas que jugó en la edición de 1978, y en 1988 era la subcampeona del mundo, tras perder ante su compatriota Maia Chiburdanidze.
Los periodistas enviados a Tesalónica creíamos estar soñando cuando vimos cómo tres hermanas húngaras —Susan, Sofia y Judit Polgar, de 19, 14 y 12 años, respectivamente— vencían a la URSS por 2-1 y cuestionaban a las todopoderosas soviéticas. Ese viernes, a falta de dos rondas, la URSS aventajaba por solo medio punto a Hungría; los directivos soviéticos y los agentes del KGB que siempre viajaban con la selección nacional se mostraban sumamente nerviosos; volver a Moscú sin el oro podía equivaler a fuertes castigos o un destierro a Siberia. Para mayor dramatismo, el novio de Ildiko Madl, la suplente de las hermanas Polgar, había muerto en accidente de tráfico durante la celebración de la Olimpiada. Un amigo muy próximo a la delegación de EE UU me dio el soplo al anochecer: “Vete a cenar al hotel donde se alojan los estadounidenses y pégate a ellos todo lo que puedas. Algo muy gordo está a punto de ocurrir”.
Los testimonios que recogí posteriormente me permitieron reconstruir los hechos: hacia las 23.00, Ajmilóvskaia aprovechó la afición al vodka de los agentes del KGB para romper la rígida disciplina de su selección, salir disparada de su hotel, alejarse unas cuantas calles y tomar un taxi con rumbo al consulado de EE UU. Allí se casó con el entrenador de la selección estadounidense, John Donaldson, con quien había mantenido un idilio durante un torneo en La Habana, en 1985. Tras la boda, la pareja ejecutó el plan de fuga a Nueva York, vía Fráncfort, elaborado minuciosamente por dos famosos ajedrecistas que también se habían escapado ruidosamente de la URSS años antes: Borís Gulko (EE UU) y Gennadi Sosonko (Holanda).
El lector, por joven que sea, no tendrá problemas para creer el resto: las Polgar ganaron el oro de forma asombrosa; en Moscú rodaron cabezas cuando regresó la delegación de Tesalónica; Ajmilóvskaia fue triple campeona de EE UU, se divorció de Donaldson y se casó con un antiguo entrenador, Georgi Órlov, que se escapó de la URSS años después. Y así, por primera vez, se descubrió que las soviéticas no eran invencibles, aunque lo ocurrido para demostrarlo sea más propio de una novela de ficción.
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