Los gilipollas no éramos los demás
Se equivoca rotundamente quien piense que en la pasada década todos los ciclistas se dopaban
La tormenta del caso Armstrong, la que la USADA llevaba gestando desde hace ya un tiempo, anunciaba con convulsionar otra vez más al mundo del ciclismo. Y ya desde finales de agosto, cuando el mismo Armstrong -hastiado- renunció a su propia defensa, se preveía que más que tormenta llegaba un huracán. Y así ha sido.
El informe de la USADA es demoledor contra los intereses del tejano, y las pruebas de dopaje organizado, confirmadas por las declaraciones de varios de sus compañeros de esa época, no dejan lugar a dudas de lo que allí se cocía.
Yo fui ciclista profesional y desarrollé mi carrera en los mismos años en los que Armstrong se coronó en el Tour. Y hoy, me siento igual que cuando ya hace unos años salieron a la luz las declaraciones de Jesús Manzano —exciclista del Kelme que relató su experiencia con el dopaje—, o cuando se desató la Operación Puerto. Sorprendido por conocer la verdad del lado oscuro del mundo en el que me movía.
Se podía sobrevivir sin doparse, lo que no era solamente una renuncia a una acción, sino un hándicap a la hora de competir
Leo las declaraciones de Zabriskie, Danielson, Vande Velde o Barry, de esos gregarios del tejano, y compruebo que todos ellos comienzan con una declaración de amor al ciclismo. Puede que mientan en los motivos por los que ha llegado su confesión, pero en cuanto al amor al ciclismo, estoy seguro de que ninguno miente.
Cuando llevas media vida trabajando para cumplir un sueño, como puede ser llegar a ser ciclista profesional, y tienes la suerte de ver tu sueño cumplido, no es fácil renunciar a él por las trabas que te vayas encontrando por el camino. Y menos aún cuando ese camino que has seguido te ha transformado a fuerza de sacrificios y te ha convertido en un luchador nato. Y además sabiendo que una de esas trabas que te vas a encontrar es la del dopaje -o la droga, llámese como se prefiera-, algo tan intrínseco al ciclismo profesional como a otros deportes y a otros muchos aspectos de la vida.
Tanto yo como todos los que hemos pasado por este mundo nos enfrentamos un día a todo esto, y de lo particular de nuestra circunstancia, nuestra ética, nuestros valores o nuestra suerte, derivó nuestra reacción ante esta tesitura. Durante esos años, se podía sobrevivir sin doparse, lo que no era solamente una renuncia a una acción, sino un hándicap a la hora de competir con otros corredores que hubiesen tomado otro camino. Algunos podían incluso ganar carreras en estas condiciones, carreras del más alto prestigio además con la sospecha -pero no la certeza- de que sus rivales no luchaban en las mismas condiciones. Y esto no es una opinión -siempre discutible-, sino un hecho que he vivido en mi propia piel. Se equivoca rotundamente quien piense que en la pasada década todos los ciclistas se dopaban y solo unos cuantos de ellos -los más torpes o los más valientes- eran los que daban positivo en los controles.
Hace poco leí en el libro de David Millar -donde confiesa su relación con el dopaje- cómo se refería a sí mismo en su época de dopado como “un auténtico gilipollas”. Y me reconfortó leer aquello porque me confirmó que los “gilipollas” no éramos los demás -como a veces pensábamos de nosotros mismos- por dejarnos llevar por el romanticismo de nuestro trabajo, por el amor a este deporte y por el hedonismo de ganarnos la vida con nuestra pasión.
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