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De la miseria de los hornos al cielo del baloncesto

Pete Carril, octogenario hijo de emigrantes españoles y ex técnico de Princeton y los Kings de Sacramento, vive con el corazón partido el duelo España-EE UU tras buscar sus raíces en León y Salamanca

Juan José Mateo
Pete Carril, tras dar un clínic de baloncesto en 2006.
Pete Carril, tras dar un clínic de baloncesto en 2006.CLAUDIO ÁLVAREZ

Un día, en la universidad de Princeton decidieron serigrafiar su nombre sobre la cancha. Al otro, quisieron celebrar su carrera como entrenador elevando una figura suya al techo del pabellón. “Primero me pisoteáis y luego me colgáis”, reaccionó Pete Carril, irónico siempre, como bien saben los cientos de jugadores que se alinearon bajo su mando en Princeton, los Kings y los Wizards de la NBA, donde fue técnico asistente antes de subirse a un coche y ponerse a recorrer recónditas carreteras españolas. Entonces, entre platos de perronillas salmantinas, las rosquillas que le cocinaba su madre, y gritos en el pueblo leonés de Las Salas (“¡Tú eres Pedro, mi primo de América!”), el entrenador se dedicó a buscar las raíces de sus padres españoles, emigrados para trabajar en la industria metalúrgica estadounidense. Con esa vida a sus octogenarias espaldas, Carril vivió con pasión un duelo: el España-EE UU de la final de los Juegos de 2008, que mañana (22.30, TVE) se repite en un amistoso de cara a Londres 2012.

"Me sentí orgulloso de que los españoles llegaran hasta allí con ese estilo de juego”, cuenta el entrenador, de 82 años, sobre la final china (118-107), que vivió con la cabeza invadida por los recuerdos de su infancia en Estados Unidos — “la brisca, el fútbol... éramos unos 100 españoles”— y las palabras que se agolpaban — “mi español está podrido, pero cuando fui a la escuela aún no hablaba inglés”—.

Eran los únicos que aguantaban el calor, cuenta de sus padres, empleados en la industria metalúrgica

“Hay algo natural en la forma de competir de los españoles”, argumenta. “No les interesa el uno contra uno, sino el juego en equipo, mientras que en la NBA las estrellas son más importantes que el equipo”, continúa. “Los Gasol, por ejemplo, son dos grandes pasadores que tiran y construyen la jugada”, añade. “Como Pau juega al lado de Kobe, a veces es difícil darse cuenta de que hace muchas cosas bien, de que los Lakers no podrían ganar sin él. Es un pasador tremendo. Si pasara más, brillaría más”, sigue. “Dicen que los europeos no son duros, pero las peleas a puñetazos son para el boxeo”, ironiza. “Lo importante es la determinación, que el contacto físico no te confunda y te desvíe de lo que debes hacer. Otra cosa es tener tanto miedo como para no atreverte a hacer algo. No es el caso de los españoles”.

El pase y el equipo. Es fácil entender por qué Carril se siente más identificado con la España coral que mantiene el núcleo desde aquel Mundial junior de 1999, que con el Estados Unidos de las superestrellas, el uno contra mil y los apodos hiperbólicos. Durante años, a Carril sus jugadores le describieron con una sola palabra: Columbo. Igual que el detective televisivo, recorría las canchas con gabardina y un puro, con esa cara de malas pulgas y esa lengua rápida del que ha tenido que defenderse en el colegio. “No soy Clark Gable”, les decía a los futuribles que se quedaban pasmados por su aspecto. “Lo único bueno que tienes es el apretón de manos”, a los que se creían una estrella. Muchos le escucharon recitar un poema sobre el Titanic para explicar lo difícil que era su tarea, consistente en convencer a buenos atletas de pagar por jugar en Princeton en lugar de recibir una beca en otro sitio: “Y al mismo tiempo que el inteligente barco crecía en estatura, belleza y color, en la distancia silenciosa y sombría, también el Iceberg crecía”, sería la traducción libre de los versos.

Lo único bueno que tienes es el apretón de manos, le decía a las estrellas

“Mi equipo: tíos blancos que ponían por delante los estudios”, resume la voz cascada que inventó la famosa ofensiva de Princeton, una miriada de pases que llegaba a prescindir del tiro con el objetivo de agotar a los marcadores. “Para empezar, les era difícil entrar en la universidad. Si hubiera intentado jugar como el resto, hubiéramos perdido. Lo que intentamos fue controlar la pelota, no perderla. Creo que España hace lo mismo”, explica. “Nunca me importó el tipo de pase, que fuera por la espalda o muy difícil, sino que llegara a su destinatario. Eso lo es todo en baloncesto”.

Carril, el entrenador legendario, es otra cosa en España. Un hombre que va a cenar a un mesón en Boadilla (Madrid) con la comanda ya lista: jamón y vino tinto. Un señor, dicen, “al que afectó mucho conocer la miseria en la que vivían sus familiares españoles”, y que reaccionó entregándoles en aquella visita en Las Salas todo el dinero que llevaba encima. Uno que creció sabiendo que aquellos trabajadores del metal españoles “eran los únicos que aguantaban el calor”, que “aquellos García, aquellos López”, buscaban un futuro mejor para sus hijos. Carril, Peter, Pedro, lo encontró. Por eso, hoy, en Princeton, le pisan y le cuelgan.

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Sobre la firma

Juan José Mateo
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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