La madre protectora
Todas las demás posiciones en el campo son relativas intercambiables. La de portero, no
El 30 de mayo de 1957 se jugaba un partido amistoso en San Mamés contra los ingleses del Burnley. El entrenador del Athletic, Fernando Daucik, había efectuado siete cambios cuando, en los últimos minutos, y perdiendo su equipo por 1-5, se retiró lesionado un jugador de campo. Daucik hizo salir en su lugar al portero Carmelo, que era el único que quedaba en el banquillo. El entrenador fue destituido pocas horas después. De nada valió que hubiera llevado al equipo a ganar dos Copas y una Liga en las dos temporadas anteriores, ni la brillante participación ese mismo año en la Copa de Europa. Se consideró un sacrilegio alinear al portero como delantero, aunque solo fuera por unos minutos; una decisión contra natura y una falta de respeto: al público y a la singularidad del puesto de guardameta en el fútbol.
Desde la portería, el portero observa el comportamiento de amigos y enemigos antes de actuar.
Todas las demás posiciones son relativas e intercambiables. La de portero, no. Entre los niños, la mayoría prefiere marcar goles a evitarlos, y por eso casi todos los jugadores profesionales han empezado como delanteros; luego la vida les va retrasando la posición; pero el cancerbero lo es desde la infancia hasta su retirada. ¿Qué lleva a un niño a elegir ese destino? No tanto las condiciones físicas (como ocurre en el baloncesto: resulta inimaginable un pívot de baja estatura e improbable un base alto), cuanto la vocación.
El futuro premio Nobel Albert Camus, que jugó de portero en el Racing Universitario de Argel hasta que la tuberculosis le obligó a retirarse, a los 17 años, era más bien enclenque y, según su biógrafo Herbert Lotman, sus compañeros, de más edad, le hicieron jugar en esa posición para mantenerle alejado de la brutalidad del juego a campo abierto. Pero es posible que también influyera su propensión a actuar como observador comprometido: el que desde la puerta que guarda observa el comportamiento de amigos y enemigos antes de actuar. “Todo lo que sé sobre la moral de los hombres se lo debo al fútbol”, escribió años después; pero también atribuía a su posición en el campo haber aprendido que nada está predeterminado. “La pelota nunca llega por donde se la espera”, escribió.
Desde una perspectiva más psicoanalítica, Vicente Verdú, en su libro clásico sobre mitos, ritos y símbolos del fútbol, atribuye al portero la función de madre protectora y, en cuanto tal, de depositario de la confianza de sus compañeros. También de los aficionados, y especialmente de las aficionadas, habitualmente más preocupadas por el riesgo de que los rivales nos marquen un gol que ansiosas por que lo marque uno de los nuestros. José Ángel Iribar, con su planta alargada y austera, casi siempre de negro, simbolizó durante años esa confianza, y también la responsabilidad que implica. Como explica Verdú, la tragedia del portero es que nunca podrá por sí solo ganar un partido, pero sí puede perderlo. A cambio, puede evitar la derrota. Aunque tenga menos desgaste físico que los jugadores de campo, la tensión que supone asumir esa responsabilidad requiere de los porteros un carácter resistente a las inclemencias. Por eso, una vez que se hace con el puesto, el guardameta suele permanecer como titular durante largos años, lo que le lleva a asumir con frecuencia la condición de capitán del equipo. Tanto en su club como en la selección.
El cancerbero lo es desde la infancia hasta su retirada.
Desde su primera participación en un campeonato internacional, los Juegos de Amberes en 1920, la selección española ha tendido a confiar durante largos años en el mismo portero. Cinco de ellos han sido titulares indiscutibles durante 61 de los 89 años –descontando los tres de la guerra– transcurridos desde entonces: dos tercios del total. Durante 16 años, entre Amberes y la guerra civil, lo fue Ricardo Zamora, nacido con el siglo XX y fallecido en 1978. Su marca de 46 internacionalidades solo sería batida por Iribar a mediados de los 70, poco antes de su renuncia voluntaria al puesto tras 12 años como titular. Su sucesor, Luis Arconada, lo fue por otros ocho años, hasta 1985, y le siguió Andoni Zubizarreta, que se mantuvo por otros 13, entre 1985 y 1998, sumando 126 participaciones, marca que batió Casillas a finales de 2011, una década larga después de su debut, en 2000.
Tres vascos, un catalán y un madrileño que, cada uno con su sello, forman parte de la memoria compartida de los aficionados, que se actualiza con el recuerdo de sus actuaciones memorables. Pero si hubiera que seleccionar una parada singular, la más inverosímil, es probable que muchos aficionados invocaran la de Casillas a Perotti, en un partido del Madrid contra el Sevilla, en Nervión, el 5 de octubre de 2009: el portero, ya desbordado por la pelota, vuela hacia atrás para sacarla cuando está a punto de superar la raya. Una jugada que simboliza el poder más personal del guardameta: impedir lo irremediable.
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