Melancolía y grandeza del maestro
Del Bosque, que ya había ganado tantas batallas, había disfrutado de la mayor enseñanza: la historia es buena sobre todo si la recuerdas por dentro y no por fuera.
El fútbol es grande. Lo empequeñecen los que lo empobrecen haciéndose grandes, poderosos, inquinosos, desdeñosos, gracias al fútbol. Pero hay gente, como Vicente del Bosque, que no han dejado nunca de poner el fútbol en su sitio, como el lugar donde se identifica el individuo con la obligación del equipo.
Como futbolista, como entrenador, como persona, a Del Bosque lo distingue el interés por seguir, con la atención de la mirada, lo que dice el que está enfrente, pero también por entender lo que dicen quienes están en la periferia de las conversaciones. Eso he percibido las veces que he estado ante él, pero un día, entrevistándole para El País Semanal después de que ganara con España el Campeonato del Mundo, lo vi más de cerca, su mirada era más próxima, más contundente, más verdadera, porque venía de un éxito y la vida (el pasado, mis preguntas) lo situaban ante algunos de los hechos que marcaron su vida.
Sus padres, y sobre todo la proyección que sobre él ejerce su padre, un rojo perseguido en el franquismo, fueron parte de esa conversación que sucedió cuando la luz del verano hacía que sus ojos fueran más cercanos, más luminosos y quizá más vulnerables.
Cuando le hablé de eso, de la historia familiar en la que se formó, en los páramos secos de la Salamanca represaliada por los que vencieron, la mirada de Del Bosque empezó a posarse en un pozo de enorme melancolía, y adiviné en las rojeces de sus ojos la eventualidad de una lágrima.
Él se agarró hacia dentro las manos, convirtió en un puño chiquito esas manazas, y al fin salió del trance tragando saliva y luego tragando algunas palabras en las que, si el alma no está presta, podría asomarse el rencor. Albert Camus, que jugó en otra demarcación, fue portero, pero también era de la estirpe de Del Bosque, decía que el calor que reinó sobre su infancia lo privó de todo resentimiento. Entendí en ese instante que sobre aquella infancia de los hermanos Del Bosque (y sobre la juventud de sus padres) el sol hizo su trabajo, y ahora este muchacho que ya había ganado tantas batallas (la Copa del Mundo, nada menos) había disfrutado de la mayor enseñanza: la historia es buena sobre todo si la recuerdas por dentro y no por fuera.
En esa misma conversación hubo otro tiempo de silencio, volvieron a asomar por los ojos de Vicente las mismas rojeces, volvió a tensar sus puños como si estuviera ahuyentando una mala palabra, y de pronto, ahí sí, conté varios segundos de intensa meditación, como si la herida que antes se había resuelto con el alma tranquila regresara en forma de sangre.
Fue cuando le hablé del Real Madrid, de su abrupta lejanía del club en el que se hizo. Pero otra vez este hombretón que puede tumbarte con un suspiro pidió silencio, el silencio en el que guarda toda tentación de rencor o abatimiento, superó el instante y luego volvió a hablar, con una nobleza emocionante, de los riesgos del fútbol, este hermoso manantial de emociones cuyo éxito depende de que sepas controlar, con grandeza, los efectos del triunfo y de la derrota, que, como dice Rudyard Kipling, nacen de la misma fuente y hieren igual si no estás atento. Él está atento, es un hombre que en su melancolía conserva el material de su grandeza.
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