_
_
_
_
ENTRE FANTASMAS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De golpe y porrazo

Cuando Guardiola da por perdida la Liga antes de perderla, esa actitud repercute en sus jugadores

Pep Guardiola.
Pep Guardiola.GUSTAU NACARINO (REUTERS)

Decían que el viaje a Marte era un viaje sin regreso. Pues no. Saltando de martes en martes y dejando Marte atrás con sus mantis ateas y sus escarabajos peloteros, me encontré de golpe y porrazo en casa. Llegué incluso a tiempo de ver el Bayern-Madrid y el Chelsea-Barça en el televisor. Tras ambos encuentros, pude comprobar que se despotricaba más de la suerte que de los árbitros. Ya era hora de recordar que, en un juego que se juega con una pelota redonda y que, además, rueda, es inevitable que también juegue el azar. Pero el azar no es casualidad, sino coincidencia. Conforme se piensa y se dice, o viceversa, se concita. O se cosecha. Como una semilla que brota cuando se siembra. Todo paso en un espacio mental y elemental, querido Watson, deja huella. Por ejemplo, cuando Guardiola da por perdida la Liga antes de perderla, sin decir si se va o se queda, esa actitud dubitativa repercute en sus jugadores como el Gobierno que pretende que corramos con ilusión retirándonos estímulo y respiración.

Tardé apenas un cuarto de hora en ponerme al corriente de lo sucedido en mi planeta y, para olvidarlo, abrí el penúltimo cajón de la mesa del despacho y extraje, al buen tuntún, una vieja revista: Chicos deportivo, de 1952. En la portada venía la fotografía de un jugador del Sevilla llamado Arza. Casualmente, el apellido bailaba las letras de la palabra azar. Me pareció, por tanto, una azarosa circunstancia digna de ser reseñada. En páginas interiores se nos informaba de que medía 1,71 metros. Su perímetro torácico, en inspiración, era de 95 centímetros y, en espiración, de 90. Después de 20 flexiones, su respiración era normal y las pulsaciones solo se aceleraron ligeramente. Tenía una tensión arterial de 7,5 de mínima y 12 de máxima. Desde que la cultura es deporte, también la política debería serlo. Por ejemplo, ya que ignoramos, aunque supongamos, cuánto tienen y cuánto ganan la Cospedal y su abnegado cónyuge, podríamos conocer, al menos, sus datos antropomórficos y otras mediciones reveladoras de cuánto y dónde les aprietan a ellos los ajustes y si esos miserables euros suplementarios que Rajoy sisa a pensionistas acelerarán sus pulsaciones o alterarán emocionalmente su tensión arterial.

Cuardiola da por perdida la Liga antes de perderla, sin decir si se va o se queda, esa actitud dubitativa repercute en sus jugadores

Por si fuera de su incumbencia y habida cuenta de que, a partir de ahora, desde las Meninas hasta la sonrisa de la Gioconda, todo es deporte, viene a colación un caso de deportiva transparencia ejemplar. En la revista del 52, Adrián Escudero, extremo izquierdo del Atlético de Madrid, decía a Raúl Santidrián, su entrevistador, que acababa de firmar contrato hasta 1955. “¿Mucho dinero?”, le preguntaba el periodista. “Más de lo que he ganado hasta ahora”, respondía Escudero. “Detalles, detalles…”, le instaba Santidrián. Y el jugador precisaba: “Llevaba ganadas unas 300.000 pesetas en toda mi vida y otras 50.000 entre sueldos, primas y gratificaciones anuales. Todo empezó con mi primer equipo profesional. Allí cobraba 10 pesetas por encuentro ganado”. Me abstengo de toda reflexión o comparación. Por cierto, en aquellos tiempos, asistir a un partido también tenía sus riesgos. Escudero contaba al respecto: “Un amigo mío llevó por primera vez al fútbol a su esposa y ella se pasaba la tarde preguntándole quién era Escudero. Casualmente, tiré un balón fuera de banda que fue a darle en la cara y le rompió las gafas. No volvió a preguntar por mí y, si alguien le mencionaba mi nombre, decía: ‘¡Ya, ya, el que me dio el pelotazo!”.

Escudero se consideraba a sí mismo como un jugador que no se andaba por las ramas y buscaba siempre hacer lo más efectivo. En la entrevista de Santidrián, así se definía. Para él, los mejores eran otros: Silva, Molowny, Carlsson y Ben Barek. Los recuerdo como si los estuviera viendo. Alfonso Silva y sus pases a ras de hierba de una belleza y precisión inigualable. Molowny, con su despendolado braceo y sus bamboleantes mangas largas. Carlsson, que, desde más atrás del medio campo, marcó un gol como el que, años más tarde, sería conocido como el gol de Pelé, aunque Pelé no lo llegara a meter. Y, por último, la primera y auténtica perla negra, uno de los más grandes jugadores de todos los tiempos, Larbi Ben Barek. Alguien dijo que su elegancia y depurada técnica convertían el fútbol en poesía. Lo corroboro. Todos ellos siguen jugando en mi memoria. En el lugar donde ningún césped crece.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_