Nadal, un cabeza dura
El número uno, genial en los desempates, se impone a Murray en un tremendo partido y disputará ante Federer su primera final de la Copa de Maestros
Hay gritos y música rock. Hay un tenista, el británico Andy Murray, tirado por el suelo, doliéndose de una ingle, hecho un ocho, sufriendo. Hay, también, un rival, Rafael Nadal, que se preocupa por su salud desde la red, detenido en la frontera igual que si no importara el tiempo, igual que si no tuviera su segundo punto de partido, igual que si no se hubieran descontado ya más de tres horas de golpes hechos mordiscos, tiros hechos puñetazos y estrategias estrujadas hasta quedar en garabatos.
Con el público desatado (C'mmon, Andy!", grita la gente; "¡vamos!", ruge Àlex Corretja, su técnico, mientras aprieta el puño), Murray se levanta. Con el marcador convertido en una tortura, ahora uno por delante, enseguida el otro, Murray se dispone a engañar nuevamente el destino: ya ha levantado un punto de partido, ya ha roto a Nadal el saque cuando iba camino del triunfo. Con el O2 Arena convertido en una caldera (hay palmas, hay voces, hay silbidos), Murray vuelve a escaparse vivo hasta que por fin hinca la rodilla en un encuentro fabuloso, jugado de poder a poder: 7-6 (5), 2-6 y 7-6 (6). ¡Qué partido!
"¡Y qué tenistas!", podría decir también el público, que ve al número uno mundial clasificado por primera vez para la final de la Copa de Maestros (18.30, TVE-1), en la que aguarda un Roger Federer que desplomó a Novak Djokovic (6-1 y 6-4). "¡Qué hombre!", se dicen entre ellos varios ex tenistas asombrados de que alguien sea capaz de ganar tras encajar un 0-5 (de 7-6 y 3-2 para el español a 7-6, 3-6, 0-1 y 0-30...; ¡cómo sacaba Murray!). "¡Qué tío!", podría decir cualquiera después de que Nadal, visiblemente cansado, confirme con datos lo que todos en la caseta barruntan: no hay tenista más mental; nadie con su capacidad para ganar con el cerebro los partidos, sobre todo cuando estos se deciden en el alambre.
El número uno ha ganado en 2010 el 75,8% de los desempates, incluidos los dos de ayer contra Murray, en el primer y el tercer set, jugados al filo de la navaja, extremos desde todos los puntos de vista: en el primero, tres veces olfateó Nadal la presa y dos la hizo suya. Tres veces sirvió con segundo saque el escocés, maravilloso hasta entonces al servicio (71% de primeros y ocho aces, y dos, enseñando los colmillos, el español le señaló el camino de salida.
En el segundo desempate, puesto con un 0-3 de desventaja, Nadal ganó el partido. Tremendo. Una barbaridad estadística: frente al 75,8% de ahora, Nadal solo ha ganado el 61% de los tie-breaks en su carrera. Nadie los ha jugado este curso con su aplomo: Federer se anotó el 61%, Djokovic el 59% y Murray el 41%. A falta de la prueba de los tres sets de la final de esta tarde, en todo el año el español solo perdió uno de los seis que jugó con los tenistas que han terminado entre los 10 mejores de la clasificación mundial, incluidos tres disputados en este torneo. Eso es marcar el territorio. Gritar "¡aquí estoy!" sin decir ni pío.
"Esto es autocontrol y aceptar las dificultades", analizó Nadal tras la batalla. "No se trabaja. Cuando llegas jugando bien, se trata de dar un plus en los momentos complicados. Ha habido épocas en las que no he sido un gran ganador de tie-breaks, pero haber mejorado mi servicio me ayuda mucho", continuó. "Hay que intentar estar ahí porque siempre puede haber una oportunidad. Mentalmente, he jugado un partido muy bueno", añadió. "Las piernas se me pusieron duras. Mentalmente, he ido aceptando bien todas las situaciones. Luego, es un cara o cruz", concluyó.
El español venció a Murray pese a sumar menos puntos (109 por 114): él ganó los importantes. El mallorquín hizo suyo al público, mezcla de padres orgullosos y familias regadas en cerveza. Y el número uno ganó vigilado por los árbitros ("si alguien quiere pedir el ojo de halcón, que lo haga a tiempo y de forma clara", dijo el juez de silla), haciendo un desgaste horripilante (3h 11m) y mirando al peligro a los ojos, de frente, como un buen torero cuando le embiste un toro rebosante de trapío. Ese era Murray. El británico construyó las jugadas con el revés. Intentó rematar con la derecha, menos segura. Tiró, sacó y pegó como si en ello le fuera la vida. Con él fue cruel el destino: solo podía ganar uno y no hay tenista más duro en los instantes finales que Nadal.
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