EE UU fulmina al vecino
Nadie se toma en serio a Estados Unidos excepto sus víctimas, que sólo toman conciencia de su situación cuando todo es irremediable. Le ocurrió a Portugal y le ha sucedido a México, que tenía derecho a pensar en una gran aventura en el Mundial.
A una excelente primera fase, con dos victorias y un empate, se agregaba su enfrentamiento con un país que siente una profunda desconsideración por el fútbol. Es fácil sentirse superior a un equipo con una raíz casi amateur.
Sus jugadores son admirables porque representan la resistencia en un territorio hostil. Pero, como futbolistas, parecen chicos sin mucho pasado y con poco futuro, destinados a mantener la débil llama de su profesión en Norteamérica. Se consideraba que Estados Unidos había alcanzado su techo y que le había llegado la hora de apearse. Resulta que apeó a México en un partido que se resolvió por su facilidad para clavar dos jugadas perfectas, una en el comienzo del encuentro y otra en la segunda parte.
Quizá el partido fundó las bases para una rivalidad que no ha existido en términos históricos. Claro que se habían convocado cuestiones de orden político, de viejos desafectos entre vecinos, de reproches. Pero en lo que se refiere al fútbol no había ningún derecho a pensar en lo que se denomina en América un gran clásico. No hay clásico posible cuando el fútbol en Estados Unidos es materia menor. En México ocurre otra cosa: hay pasión por el juego y no hay resultados que avalen esa pasión. Nunca ha tenido protagonismo en la Copa, algo parecido a España. Pero esta vez los mexicanos habían encarrilado el torneo de tal manera que las expectativas era superiores. No iba a ser Estados Unidos el obstáculo. Pero lo fue. Y de qué manera.
En su desarrollo, el partido fue muy simple. Estados Unidos entró a jugar con un gol de ventaja, el que marcó McBride a poco de arrancar. Un excelente gol con tres protagonistas. El primero, Reyna, autor de un jugada excepcional por la banda derecha. Llegó desde lejos, desbordó a dos mexicanos y tiró un centro raso que Wolf interpretó perfectamente: dejó el balón para el que llegaba desde atrás, McBride, firme y preciso en su remate. Esa limpia jugada tuvo un efecto devastador sobre México, que se ofuscó. No le faltó coraje, voluntad para atacar, alguna ocasión. Le faltaron ideas y serenidad. Terminó a palos con los estadounidenses porque los jugadores, en su alteración, no comprendían cómo podían salir derrotados por un inferior.
De principio a fin se escenificó un asedio sobre la portería de Friedel, portero curioso porque da la impresión de estar sobrado de kilos, blando de carnes y poco preparado para grandes exigencias. De vez en cuando, se equivoca de manera muy grave, como en un despeje que envió al centro del área cuando pudo palmearlo por encima del larguero. Primero, provocó el error y luego lo corrigió con la parada al tiro de Cuahtemoc Blanco. Aunque tiene problemas de movilidad, a Friedel le van los tiros suficientemente cerca para rechazarlos. Quizá es que se coloca bien.
Tras el gol de McBride, Estados Unidos se agrupó en masa. Todos cerca de su área, cerrando líneas de pase a los méxicanos. Pronto se vio que aquello iba a convertirse en un drama para México. Su primer error fue la impaciencia. El segundo, la falta de presencia por las alas, la izquierda principalmente. Por la otra, Arellano entraba con agilidad, pero no terminaba casi nunca. La suerte del equipo dependía de la inspiración de Blanco, más activo que claro. Tampoco era fácil. Había tres jugadores por metro cuadrado en el área norteamericana.
Aguirre terminó por sacar a toda la artillería. Con Blanco, Hernández y Borgetti había delanteros suficientes. Con Luna y Arellano se podía esperar desborde. Finalmente, la alta densidad de atacantes no se tradujo en grandes ocasiones de gol. Los mexicanos se quedaban en el penúltimo peldaño, con todos los jugadores angustiados y cada vez menos despiertos para encontrar soluciones. También tuvieron motivos para reprochar al árbitro su actuación: no se dio por enterado de un palmetazo de O'Brien en su área.
Con el segundo gol de Estados Unidos -una poderosa incursión de Lewis y un remate de cabeza de Donovan en el segundo palo-, algunos mexicanos sintieron la llamada de la sangre. Cada balón dividido servía para sacarles de quicio. Perdidos en lo fragoroso, dieron todas las ventajas posibles a un rival que se defendió con mucho sacrificio. Nunca entraron los norteamericanos a la pelea de callejón, que se cobró una víctima particular en Márquez, expulsado tras un feísimo cabezazo a Jones, y una general: México, sorprendentemente derrotado por el vecino del Norte.
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