Michael Fassbender mata con mucho estilo a las órdenes de David Fincher
‘El asesino’ clava al festival de Venecia en la butaca con la venganza de un profesional de la muerte y sus primeras dudas. ‘La Bête’ y ‘La teoría del todo’ completan una jornada estupenda en el certamen
Oficio complejo el del asesino. No tanto por el momento cumbre: sucede rápido, casi es lo de menos. Lo largo es el antes, y el después. Los días de espera, las hamburguesas de McDonald’s, los estiramientos, la concentración. Y, una vez terminado el trabajo, volatilizarse, los aviones, los hoteles, cambiar de identidad. Agotador, pero imprescindible. Lo dice él mismo, en la pantalla: no hace falta ser un genio, el don que cuenta es el “desapego”. Solo un plan rígido y certezas aún más graníticas permiten bajar el ritmo cardiaco hasta los 60 latidos por segundo cuando es debido. Y, entonces, apretar el gatillo con milimétrica precisión. Siempre en la diana. Observa. Espera. Respira. Ahora.
Del fusil salen disparadas dos horas de adrenalina, psicología y angustia: ha vuelto David Fincher. Y, también, Michael Fassbender que ocupa prácticamente cada plano de El asesino, presentada hoy domingo en el concurso del festival de Venecia. Gélida e implacable como su protagonista, la película apenas concede treguas al público. Y apunta derecho hacia el palmarés del certamen. Aunque el filme también se parece a su personaje en otro aspecto: ni el método más perfecto pone a salvo de alguna duda. Queda poco para tener un veredicto personal: habrá pase limitado por salas en octubre y debut en Netflix el 10 de noviembre.
De la pesadilla a la fascinación
Era 1999 cuando Fincher visitó por primera vez la Mostra de Venecia. Trajo El club de la lucha, se llevó una oleada de disgustos. Aquel joven tenía amplio bagaje en los videoclips, pero empezaba a descubrirse en el cine. Alien 3, su debut en 1992, había resultado “una pesadilla”. Definición, ojo, del propio Fincher, frustrado por batallas con presupuesto, ejecutivos y ataduras. Aunque pocos cineastas pueden presumir de que su segundo filme sea una obra maestra como Seven. Vinieron, luego, Zodiac, Perdida, Mindhunter. Y el estatus de uno de los artistas más fascinantes del cine contemporáneo. Razones de sobra para generar expectación máxima en el certamen. El Lido, además, tenía la ocasión de emendar aquella incomprensión de antaño. El largo que tanto odiaron aquí, por cierto, después de convirtió en objeto de culto.
“El asesino es un drama muy sencillo, atractivo y directo”, arrancó el cineasta ante la prensa. A su lado, no pudo estar Michael Fassbender, por la huelga de actores y guionistas contra los grandes estudios y plataformas de Hollywood. Fincher se declaró “triste” por el parón, aseguró entender “las dos partes” y les animó a “conversar”. Tampoco le acompañaba, por tanto, Andrew Kevin Walker, escritor de este largo -basado en el cómic homónimo de Matz y Luc Jacamon- así como de Seven. Por ellos respondió el director. Aunque, sobre todo, habló la pantalla. Porque El asesino continúa el sombrío viaje de Fincher en la mente de quienes quitan la vida. Su cámara ha estudiado el horror, las razones, los impulsos. Ahora, quiere mirar hacia un intruso, que asoma por el cerebro del protagonista: la conciencia.
“Es más una película de venganza que sobre un asesino, para mí. La fisura entre su mantra y cómo tiene que ir ajustando su comportamiento es donde existen el personaje y el filme”, afirmó Fincher. Por esa brecha, empiezan a colarse emociones, sed de venganza, titubeos. Tan indestructible catedral mental, así, amenaza con volverse castillo de naipes. Armado hasta los dientes. Y despojado, sin embargo, de su principal defensa: la frialdad.
El más mortífero y escurridizo
A estas alturas, Fincher tampoco anda corto de municiones. Su nueva bomba de relojería es otro artefacto impecable: cámara, fotografía, banda sonora, montaje, diálogos e interpretaciones se alían para clavar al espectador en la butaca. E intimarle que ni se le ocurra moverse. Un estudiante de cine que busque aprender cómo crear tensión puede repasar en bucle los primeros 20 minutos. Aunque, en todo el metraje, encontrará esparcidas más clases magistrales -esa cena…-. Y un retrato pocas veces visto del día a día del asesino: almacenes en varios estados de EE UU, decenas de matrículas, aún más pasaportes. El profesional más mortífero y escurridizo hasta recurre a los envíos rápidos de Amazon, si le hace falta. Todos los potenciales riesgos y necesidades deben estar cubiertos antes incluso de que sucedan. “No improvises. Adelántate”, repite el protagonista, para apuntalar una seguridad que se desmorona.
Todo magnético. Solo hay, quizás, una debilidad: la que el protagonista contagia al guion. “Tenía una parte extremadamente sociopática, y pensamos que la forma mejor de contar eso era no revelando nada. No debía dar miedo. Ya sabes, la banalidad del mal. Mi esperanza es que alguien vea esta película y se ponga muy nervioso por la persona justo detrás en la cola de una tienda”, declaró Fincher. Pero el filme sí decide mostrar que una chispa arde en el hombre de hielo. Demasiado poco, sin embargo, para pretender sustentar en ella parte de la trama. La motivación borrosa daña algo el viaje del asesino. En absoluto, sin embargo, lo hiere de muerte. Ni impide colocarle entre los mejores filmes de esta edición de la Mostra.
Junto, precisamente, con las otras dos películas presentadas hoy en el concurso. Venían con menos expectación, pero confiadas en su fortaleza: las ideas. La Bête, de Bertrand Bonello, despliega unas cuantas. Tanto que, a las dos horas y 20 de duración, hay que añadir las reflexiones pendientes que deja en el espectador. El cineasta, en la rueda de prensa, apuntó que sus personajes al final hablan de sentimientos sencillos, sobre todo de amor. Pero lo hacen en tres momentos temporales distintos, entre trajes de época y ciencia-ficción, en medio de reflexiones sobre la inteligencia artificial, el ADN o las fronteras de una relación. La inspiración en el relato La bestia en la selva, de Henry James, al parecer se antoja más que libre. Y, desde luego, ambiciosa. Igual que la cámara, volcada en servir a su historia con el recurso más creativo y apropiado para cada secuencia. Léa Seydoux está en todas. Y, de paso, aclara por qué muchos la consideran un prodigio de actriz.
A Timm Kröger, en cambio, apenas le conocen fuera de Alemania. “Será la gran sorpresa”, avisó, sin embargo, el director artístico de la Mostra, Alberto Barbera, cuando presentó el festival. Demasiado, quizás. Aunque La teoría del todo sí se plantó como la invitada menos esperada -y quizás por eso más bienvenida- al club de los mejores filmes del certamen. Un escalón por debajo, seguramente. Pero tiempo al tiempo: es tan solo el segundo largo del creador. De golpe, en un concurso hasta hoy muy anclado al canon, ha llegado un vaporetto cargado de creatividad. Kröger también bebe de los clásicos, pero acuña con su legado algo peculiarísimo: quién iba a decir que el formato del gran cine de espías e intriga serviría también para hablar del multiverso. El alemán lo ha resumido así: “Es como si Hitchcock y Lynch hicieran el amor en la moqueta de un viejo hotel de lujo”. Menudo mundo paralelo. Bien merecería una visita.
Babelia
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