La música (no) es cultura

Hay algo que siempre me ha llamado la atención como fiel seguidor de ‘Saber y ganar’ y de la idea que colectivamente nos hacemos de lo que se supone que “hay que saber”, ya no solo para “ganar” en la tele, sino para ser considerado una persona más o menos educada, ilustrada o culta

El presentador Jordi Hurtado y los concursantes de un programa de ‘Saber y ganar’ (La 2).

Llevo viendo Saber y ganar desde que el programa empezó a emitirse, hace más de un cuarto de siglo. En casa de mis padres, como en tantos otros hogares, no había sobremesa que se preciara sin que todos nos sentásemos frente a la tele, fruta, dulce o café en mano, a responder, a calcular, a rompernos la cabeza con los concursantes, a encariñarnos con unos, a irritarnos —y a veces avergonzarnos— con otros, a discutir la formulació...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Llevo viendo Saber y ganar desde que el programa empezó a emitirse, hace más de un cuarto de siglo. En casa de mis padres, como en tantos otros hogares, no había sobremesa que se preciara sin que todos nos sentásemos frente a la tele, fruta, dulce o café en mano, a responder, a calcular, a rompernos la cabeza con los concursantes, a encariñarnos con unos, a irritarnos —y a veces avergonzarnos— con otros, a discutir la formulación de las preguntas y a disfrutar de un rato verdaderamente agradable, compitiendo, aprendiendo y pasándolo bien. Cuando ocurría que alguien estaba fregando los platos, preparando otro café o arreglándose para salir a trabajar o a hacer un recado, el grito de “¡Reto!”, vociferado por uno de nosotros como si estuviera ardiendo la cocina o del inodoro saliera un imprevisto y catastrófico géiser de aguas fecales, hacía aparecer jadeando frente a la tele del salón a los ausentes, tras abandonar súbitamente y a la carrera cualquier actividad previa en la que estuvieran enfrascados. Como yo he vivido tantos años en el extranjero, otros tantos sin televisión y las plataformas digitales por internet son un fenómeno más bien reciente, Saber y ganar era también uno de los símbolos de la vuelta al hogar familiar. Hoy, en mi propio hogar ya hay tele, y allí donde viajo tengo internet, así que Saber y ganar puede ir conmigo allí donde esté, en directo o en diferido.

Digo todo esto, como prolegómeno, porque hay algo que siempre me ha llamado la atención como fiel seguidor de este fenomenal programa a lo largo de tantos años, algo que digo no con ánimo de desacreditar al programa en sí, sino porque es síntoma elocuente del concepto de cultura que tenemos como sociedad y de la idea que colectivamente nos hacemos de lo que se supone que hay que saber, ya no solo para ganar en la tele, sino para ser considerado una persona más o menos educada, ilustrada o culta. Me refiero a que guionistas y participantes del programa, de diversas edades y generaciones, responden, salvo contadas y honrosas excepciones, a un mismo patrón cultural. Si definimos cultura por aquello que nuestra sociedad cultiva y si la entendemos como el conjunto de saberes que valoramos como tesoro humano más preciado en el que, consecuentemente, nos educamos, está visto que la música no es cultura. O por lo menos la música que va más allá de los géneros comerciales que han inundado nuestras vidas en los últimos sesenta años.

Cada vez que hay una pregunta sobre instrumentos, formas musicales o reconocimiento de obras de compositores fuera del marco comprendido entre Lennon y McCartney y Rosalía, es decir, de músicas que se salgan del canon mercadotécnico, la estadística de fallos es absolutamente estrepitosa y la envergadura de las meteduras de pata de auténtico escándalo. El problema es que esto sigue siendo así, año tras año, porque al espectador medio del programa, a sus guionistas y productores, y a una significativa parte de los concursantes tal realidad no les llama la atención. La música nunca gana porque de ella no se sabe. Imagínense ustedes la sorpresa y el sonrojo que ocasionaría el que alguien confundiese a Velázquez con Picasso, un soneto con prosa, un balón de fútbol con uno de baloncesto, a Carlomagno con Churchill, la fórmula del amoniaco con la del agua o dijera que el Amazonas está en Escandinavia y el Kilimanjaro en Badajoz. Sin embargo, errores de ese calibre se tienen alegremente día sí y día también cuando se habla de música, no solo en este concurso televisivo, sino en múltiples medios de comunicación y contextos sociales.

He escuchado afirmar que Bach suena a vals de Strauss, que un oboe es un idiófono, tardar días en identificar una foto de Brahms, confundir un cuarteto de cuerda con una orquesta sinfónica, a Puccini con Mozart, a Bill Evans con Chopin, a Charlie Parker con un personaje de Marvel, aseverar que el gamelán es un barco y mil lindezas más. No es sorprendente, por desgracia. Cuando cogemos un taxi, viajamos o vamos por la calle, a mi compañera violonchelista le han dicho que lleva de todo en su funda: piano, oboe, gaita, guitarrón, hasta una zambomba. He tenido a lo largo de muchos años de trayectoria profesional la oportunidad de encontrarme, fascinado, con altos cargos, gestores culturales, periodistas de prestigio, distinguidos catedráticos universitarios y premiados literatos que confundirían sin rubor a mi primo con un archilaúd.

Johann Sebastian Bach.

Muchas veces, incluso, volviendo al caso concreto y simbólico de Saber y ganar, los propios presentadores (profesionales que solo leen un guion; sabios, lo que se dice sabios, no son) participan entusiastas de este calamitoso aquelarre colectivo de ignorancia musical, como cuando muy recientemente se corregía con vehemencia a un concursante precisando que lo que estaba escuchando era un concierto “de piano” de Bach, demostrando con tal afirmación que no solo presumen de estar algo duros de oído —lo que sonaba era claramente un clave, no un piano (enorme diferencia sonora)—, sino que además no saben nada de historia de la música, pues cuando el piano que hoy conocemos apareció como instrumento en la escena musical europea no es que Bach estuviera criando malvas, es que sobre su tumba había florecido un castaño ya centenario digno de ser protegido por las autoridades como patrimonio histórico-medioambiental. Tamaña burrada sería inconcebible en otros ámbitos del conocimiento, y es que Saber y ganar no es nada más que el producto lógico de un país en el que alguien no puede ser considerado culto (y sería objeto de mofa) si dice que el Palacio Real de Madrid es gótico o si no sabe quiénes son Miguel de Cervantes y Joan Miró, pero no pasa nada de nada si no ha oído en su vida los nombres (ni la obra) de Tomás Luis de Victoria y Roberto Gerhard, o confunde un fagot con un bombardino.

Nuestra educación, nuestra legislación y nuestras instituciones culturales llevan generaciones desdeñando la música como disciplina, como actividad profesional y como patrimonio, y nuestra sociedad de consumo no favorece que la identifiquemos como cultura sino como un mero producto de entretenimiento. ¿Y esto qué importancia tiene, con la que nos está cayendo? Pues mucha, aunque pueda no parecerlo. La música es la expresión primigenia de nuestra esencia humana, previa incluso al habla. El bebé baila y reacciona al canto antes que al lenguaje, aprende palabras con melodías. Si no llega a ser por la música, los antiguos rapsodas griegos habrían olvidado sus historias. Los mitos fundacionales de nuestra cultura viajaron a través de la oralidad en el bajel seguro de la música, pues el verso es, al fin y al cabo, puro ritmo. Música es lo primero que nos hace humanos y música es lo último que nos abandona.

Charlie Parker, en el saxofón, y Thelonious Monk, en el piano, en 1953. bob parent (Getty Images)

Los enfermos de alzhéimer que han olvidado las caras de sus seres queridos aún reaccionan ante las canciones que cantaban de niños o las que en algún momento de la vida les acompañaron de manera especial. La música es la madre de la memoria, el ropaje con el que vestimos el tiempo y el alimento espiritual más básico y transcultural con el que identificamos nuestra humanidad, el síntoma de nuestra existencia. Podemos cerrar los ojos, la boca o contener la respiración, pero no tenemos herramientas para, sin ayuda externa, cerrar los oídos. Que la música ocupe un lugar tan absolutamente anecdótico en lo que consideramos esencial cultivar como seres creativos y sensibles, en la educación que damos a nuestra infancia y juventud, en lo que valoramos como intelectualmente admirable y legislamos como profesionalmente respetable, es algo neurológicamente trágico y socialmente empobrecedor.

Amar la música, practicarla diariamente, conocer y valorar sus múltiples expresiones folclóricas, históricas y contemporáneas —y no sólo las que han pasado en el último medio siglo el interesado, reduccionista y empobrecedor filtro comercial de las multinacionales discográficas, Los 40 principales o los algoritmos de Spotify— entender cómo funciona, cómo se organiza, cómo se crea, cómo se relacionan sus elementos principales (ritmo, melodía, armonía), cómo de ella emanan y en ella viven idiomas, filosofías, religiones, ideologías, dramaturgias, poesías, arquitecturas, organologías, oficios, estructuras matemáticas y un sinfín más de expresiones humanas es algo que debería ser tan importante como el aprendizaje de cualquier otra disciplina del saber y el ser. Pregúntenle a Platón o a Aristóteles, a Kant o a Nietzsche, a Richard Sennett o a Oliver Sacks. La música genera conexiones cerebrales únicas, insustituibles, eficaces terapéuticamente en múltiples tratamientos. Es, además, una herramienta socialmente transformadora con un impacto revolucionario de probada efectividad, pues su práctica se basa en el ejercicio colectivo y solidario de una disciplina humana de valor incalculable: la escucha mutua, hoy más necesaria y urgente que nunca. La fuente original de toda música es el silencio, y su materia prima es, más que el sonido, el tiempo.

La música, imprescindible para la reflexión

En este mundo dopado de sobreestimulación, con un trastorno de déficit de atención extendido socialmente de manera endémica y preocupante que no nos permite leer ni procesar más de unas decenas de caracteres y profundizar más allá de un sensacionalista titular, la práctica musical —como oyente o como intérprete vocal o instrumental, aficionado o profesional— nos enfrenta con el silencio más auténtico, fuente de todo pensamiento, y nos educa en la escultura del tiempo, imprescindible para toda reflexión sosegada y matizada. La música nos hace sentir la fragilidad de la existencia, su belleza, su ritmo, su cadencia, y nos obliga, a través de la práctica radical de la escucha, a sentir al otro, a entenderle antes que nada y a activar nuestro sentimiento de comunidad porque nos hace ser partícipes, de manera intelectualmente emocionante y corporalmente sensible, de algo que es mucho mayor que nosotros mismos. Educando en la música, en su herencia cultural, en su diversidad, en su práctica y en su estima, estamos educando a la sociedad en una ética ciudadana en la que lo primero es la escucha, porque la armonía sólo es posible en colectividad, porque el ritmo implica sincronizarnos con el otro, porque la melodía es el canto de la humanidad y porque su danza es, como decía George Steiner “un pacto inagotable con la alegría y la vitalidad” que celebra el “esperanto de las emociones”.

Por eso, integrarla cultural y educativamente como disciplina fundamental es sentar las bases de una conducta individual —ciudadana y, por tanto, política— capaz de construir un mundo civilizado que respete el silencio, el derecho al tiempo, la fragilidad y necesidad de los matices, la búsqueda de la concordancia entre diferentes; un mundo que entienda que no podemos salir adelante solos, que únicamente concertando generosamente acciones colectivas y mecanismos de solidaridad y apoyo mutuo podemos librar los enormes desafíos que tenemos como sociedad, global y localmente. Así de simple: saber de música es ganar en humanidad y ese es, precisamente, el mayor de nuestros retos.

Más información

Archivado En