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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Ensoñaciones del paseante cabreado

Nunca se habían publicado tantos libros sobre una acción tan cotidiana como el caminar

Manuel Rodríguez Rivero
Robert Redford y Nick Nolte en 'Un paseo por el bosque' (2015), de Ken Kwapis.
Robert Redford y Nick Nolte en 'Un paseo por el bosque' (2015), de Ken Kwapis.

1. Caminando

Nunca se habían publicado tantos libros sobre una acción tan cotidiana como el caminar. Los hay para deportistas, para excursionistas, para melancólicos, para obesos, para prófugos más o menos irredentos (recuerden el estupendo Manual de escapología, de Antonio Pau; Trotta); pueden encontrarse centrados en la estética (y en la ética) del paseo, en sus propiedades sanatorias, en la felicidad que procuran, en su capacidad de propiciar la tan añorada mindfulness; los hay firmados por clásicos (en el Romanticismo los intelectuales redescubrieron sus piernas) como Thoreau, Stevenson, Hazlitt, o por contemporáneos que añoran la paz que (aseguran) proporciona su práctica: Elogio del caminar, de David Le Breton (Siruela); Caminar, de Erling Kagge (Taurus), o El arte de caminar, del monje budista Thich Nhat Hanh (Paidós), son tres ejemplos entre otros.

Muchos se orientan a la vertiente espiritual del ejercicio: meditación, paz, reencuentro consigo mismo, ensanchamiento de la vida interior y todo el resto de la mercancía anímica; por eso, en general, se prima el paseo (o el caminar) en la naturaleza, quizás pretendiendo que nos convirtamos en sombras (o clones) del paseante Nietzsche en sus caminatas estivales por los bosques de Sils Maria, o en émulos de Bill Bryson —cuya obra autobiográfica Un paseo por el bosque (RBA) fue llevada al cine por Ken Kwapis— en su recorrido por los Apalaches.

A los paseos de los pensadores, por cierto, está dedicado el reciente Filósofos de paseo, de Ramón del Castillo (Turner), que analiza la relación entre el caminar y el pensar en la obra de filósofos como Nietzsche, Heidegger, Adorno, Wittgenstein, Sartre, o de narradores como John Fowles o Robert Walser. Pero también los hay que, siguiendo la tradición de los flâneurs baudelerianos (tan ponderados por Walter Benjamin), dedican espacio a los paseos por la ciudad: ahí tienen, por citar el más reciente, Elogio del caminar, del neurocientífico Shane O’Mara (Anagrama), que, además de explicarnos por qué el caminar airea el cerebro, templa los músculos y nos hace más felices, dedica un sugestivo capítulo al andar por la ciudad.

En todo caso, y si me permiten un apunte personal, la verdad es que, después de escuchar el parte diario de infectados y fallecidos (la pandemia ya ha causado tantas muertes en el mundo que las que produjo la Guerra Civil); de enterarme de las nuevas proezas de tipos como Bolsonaro, cuya política está produciendo en la población brasileña una especie de sistemática “limpieza de clase” (mueren sobre todo los más pobres: que se me pegue la lengua al paladar y el teclado a los dedos si no me acuerdo de ellos); de recorrer calles de mi ciudad en las que aumenta exponencialmente el número de carteles que gritan “local disponible” o “liquidación por cierre”; de sentirme impotente y temeroso mientras muchos políticos se calzan los coturnos para intentar justificar su ineficacia, agitando el espectáculo de la “falsedad sin réplica” (Guy Debord), y los todólogos tertuliantes pretenden vendernos como pura episteme (verdad) lo que no es más que tontirrina doxa (opinión); les confieso que, después de todo eso, no tengo muchas ganas de pasearme con el tapabocas puesto por esas calles del buen Dios y el mal diablo.

En cuanto a lo de caminar, lo único que ahora me sugiere ese ejercicio tan pretendidamente sano son los versos finales de un célebre poema de Nicolás Guillén que les transcribo: “Al que yo coja y lo apriete, / caminando, / ese la paga por todos, / caminando; / a ése le parto el pescuezo, / caminando, / y aunque me pida perdón, / me lo como y me lo bebo, / me lo bebo y me lo como, / caminando, / caminando, / caminando…”.

2. Estalinismos

Ya sé que, ahora que todos (incluso, a su manera retorcida, también los chinos y los norcoreanos) somos capitalistas, como afirma el economista Branko Milanovic en Capitalismo, nada más (Taurus), el dato no interesará a casi nadie, pero este mes se conmemora el 80º aniversario de la muerte de León Trotski (1879-1940) a cargo de un célebre asesino español de la NKVD. Los gangsters de Stalin (Espuela de Plata, Renacimiento) reúne los documentos y alegaciones enviados por el revolucionario soviético al juez tras el asalto (dirigido por el muralista estalinista Alfaro Siqueiros) que sufrió en su casa de Coyoacán el 24 de mayo de 1940, en lo que puede considerarse el primer ensayo para acabar de una vez por todas con su vida.

Trotski explica en este libro-recopilación no sólo su versión de los hechos, sino que analiza las diversas interpretaciones que los medios internacionales y mexicanos dan al suceso. El prólogo, de mi amigo Anselmo Santos, autor del hagiográfico ensayo Stalin el Grande (Edhasa; nueva edición de 2020), en el que pretende aproximarse a la figura del dictador soviético con una mirada “limpia y nueva”, se despacha sobre el creador del Ejército Rojo —de quien, sin embargo, elogia su inteligencia y “honradez intelectual”— con los tópicos a los que nos tiene acostumbrados la historiografía (a derecha e izquierda) que le es hostil: vanidad, soberbia, ceguera política, presunción. Y en cuanto a los interesantes escritos recopilados en este libro, la descalificación del prologuista es también significativa (atención): “Son los últimos jadeos de un hombre acabado, a punto de ahogarse, que da brazadas en vano”. Ya ven la simpatía y el rigor con que lo trata.

3. Eco, eco, eco

Si quieren pasárselo bien, leyendo reflexiones atinadas y repletas de humor sobre las mitologías contemporáneas (en el sentido de Barthes) y los gestos cotidianos, no se pierdan la recopilación de artículos Cómo viajar con un salmón, que contiene las mejores piezas breves que el añorado Umberto Eco publicaba semanalmente en L’Espresso. Algunas como ‘Cómo reconocer una película porno’ o ‘Cómo justificar una biblioteca privada’ constituyen pequeñas obras maestras.

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