Francesc Torres: un pecio en el museo
El artista relee algunos hitos de su trayectoria y presenta una nueva producción surgida de su relación con el paisaje oceánico y la costa gallega
Al CGAC, “buque insignia” del arte gallego, bautizado así en los años noventa por la élite intelectual autonómica, se lo ha tragado el océano. En su lugar ha aparecido un cúmulo de crebas —objetos y restos de naufragios que el mar devuelve a la tierra— traducidas y catalogadas por Francesc Torres, artista referente en la creación del relato humanista instalado en los márgenes entre saberes, formas estéticas y técnicas artísticas cuya práctica ha encontrado su lugar en la historia del arte bajo la categoría de "instalación". Pero Crebas, la exposición de Francesc Torres comisariada por Rocío Figueroa, no ha llegado sola al CGAC; la resaca de fondo del programa institucional ha arrastrado hasta el mismo centro otra exposición, la del corpus objetual de Man de Camelle, el excéntrico esteta estilita de A Costa da Morte que quiso convertir la naturaleza en museo. A Man se lo ha tragado el vertido del Prestige. En su lugar ha aparecido el blanqueamiento de la historia.
Quiero pensar que a Francesc Torres no le molestará esta mención al blanqueamiento cultural de la historia negra de Galicia. Lo pienso releyendo Francesc Torres. Circuitos cerrados (2000), una publicación que me acompaña desde hace años, en la que Victoria Combalía escribe: “Torres es consciente de que la historia está manipulada, fragmentada y olvidada.” Es por esto por lo que un acercamiento a la inabarcable colección de sus decisiones artísticas resulta siempre útil para la salud de un presente crítico.
En Crebas, Francesc Torres relee algunos de los hitos de su trayectoria y nos presenta una nueva producción surgida de la relación con el paisaje oceánico y el mutismo histórico de la costa gallega. Un territorio que parece haberle devuelto la embestida violenta de sus primeras preocupaciones activando de nuevo, por medio del misterio, la singularidad de su potencia narrativa. Entre estas piezas destacan Tipo I (en la escala de Kardashov) (2019), por la brutalidad y el punctum de las imágenes con que se nos presenta el nexo entre los campos de trabajo nazis de las minas de wolframio de la Segunda Guerra Mundial en Galicia y las ruinas abandonadas de una factoría ballenera, con los que Francesc Torres desmitifica la naturaleza salvaje y humana como documentos de barbarie. Y Cultura (2019), una selección de letras impresas sobre las crebas de un viaje civilizatorio cuya condición de éxito es el secreto, traicionado por el carácter destructivo o el sino benjaminiano del autor como productor.
De la selección retrospectiva, a la que no favorece especialmente el cubo blanco —vista la potencia de sus intervenciones en espacios menos neutros como el Museo do Pobo Galego o el MNAC—, además del interés plástico de Serie Newsweek (1991), la cita histórica de Construction of the Matrix (1976) y la fisicidad de la imagen audiovisual en Blanco sobre blanco / Rojo sobre rojo (2008), la obra que con más fuerza nos devuelve la marea es La campana hermética. Espacio para una antropología intransferible (2018). Una letanía personalísima e interminable de objetos mutilados o intactos, testigos de guerras, competiciones deportivas, expediciones, carreras y accidentes automovilísticos o aéreos, juguetes, miniaturas, carteles, recortables, dioramas y publicaciones.
Un museo dentro de un centro que es pecio en el océano. Jonás dentro de las Las agallas de El Greco descritas por Aldous Huxley o el propio Francesc Torres en Sofía y el abismo (2015-2019) recibiendo del mar una cita inesperada: “Lo que importa no es el arte. El arte es solo el nombre del campo de concentración donde la cultura occidental autorizó que su manera de entender el mundo siguiera activa. Lo importante es la potencia de la emergencia” (Suely Rolnik).
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