Berlín, la última capital del arte
La actual fuga de coleccionistas de la ciudad alemana pone en duda la perpetua obsesión por encontrar un epicentro del arte
La idea de capital del arte es como las burbujas en un refresco. A veces, son de aguja: ligeras, discretas, sofisticadas. Otras, producen vivacidad, efervescencia y esa sensación siempre de chisporroteo. Le ha ocurrido siempre a Berlín. Con 3 óperas, 9 orquestas sinfónicas, 140 teatros, 350 galerías y un número nada desdeñable de museos, siempre ha peleado por alzarse con el título de capital europea de la cultura. Su estela punk siempre ha alimentado esa idea de ciudad experimental capaz de todo con casi nada. Pese a que siempre hemos sabido que el mercado del arte no es su fuerte, se inventó la idea de gallery weekend, que durante años suponía el pistoletazo de salida a la temporada artística europea. Una ciudad laboratorio que siempre ha funcionado de escaparate, marcando el paso, con exposiciones que no se veían en ningún otro lugar más que en esta urbe barata y cosmopolita, cuna de lo moderno, donde tantos artistas han plantado el nido.
Un estado gaseoso que parece lleno de fugas. El Hamburger Bahnhof anunciaba hace unos días que el coleccionista suizo Friedrich Christian Flick retirará las 2.500 obras de arte moderno ubicadas en el Rieckhallen, el edificio que daba cobijo a su colección, cuya remodelación él mismo había financiado y que el museo tiene alquilado hasta septiembre, momento en que será demolido. Thomas Olbricht, heredero del imperio cosmético Wella, también ha anunciado que pone rumbo a Essen y cierra Me Collectors Room en la Auguststrasse, epicentro de las galerías más establecidas en el aburguesado Mitte, ya que en breve rescindirá su contrato de renta antigua. Lo mismo tienen en mente Barbara y Axel Hoffmann para su colección, una de las más singulares de Alemania, que miran ya otras ciudades para mover todo lo que tienen ahora expuesto en una antigua fábrica de aguardiente convertida en museo en el barrio de Lichtenberg. Y, si nada lo impide, Julia Stoschek se marchará en 2022, cuando se acabe el contrato de alquiler que su fundación dedicada al videoarte tiene en el centro de la ciudad, cerca de Checkpoint Charlie. Aunque no parece tanto un problema de dinero como de desidia política. Sin acuerdos a la vista, hay quienes ya vislumbraban la metamorfosis gradual de Berlín: desde un centro creativo hasta una fortaleza para los especuladores inmobiliarios. Erika y Rolf Hoffmann, otra importante pareja de coleccionistas, ya donaron hace un par de años a Dresde parte de su colección, unas 1.200 obras, que han pasado a ser propiedad de 20 museos públicos. Un bajón que está en la base del exiguo presupuesto de la actual Bienal de Berlín y es más que notable en la feria más importante de la ciudad, Art Berlin, cancelada en diciembre por problemas económicos.
Dicen que Stoschek tiene el ojo puesto en Los Ángeles, alentada por su amigo Klaus Biesenbach, director del MOCA desde hace dos años, aunque hoy la ciudad californiana también dista mucho de ser lo que era cuando en 2015 se alzó con la etiqueta de capital del arte. La apertura de The Broad y las más de 600 galerías hacían de ella la ciudad perfecta donde instalarse. Eli y Edythe Broad se sumaron a un paisaje de museos y fundaciones, como los que en su día crearon poderosos coleccionistas como J. Paul Getty, Norton Simon y Armand Hammer, llevando la ciudad a un estado de poderío económico considerable. Los alquileres entonces eran baratos y apenas había presión del mercado. California era el reducto del Nuevo Mundo, la antítesis de un Nueva York capitalista, donde Hauser & Wirth también acabó instalándose siguiendo esa estela multicultural. Y seguramente eso mismo fue lo que la mató. Los Ángeles es hoy tan cara como Nueva York y dista mucho de ser ese espacio libre donde todo el mundo era bienvenido. Las protestas de los vecinos contra la gentrificación no ha parado desde entonces en barrios como Boyle Heights, donde la consigna Fuck Artwashing ha conseguido que varias galerías echen el cierre.
A menudo da la sensación de que cada vez que abre un nuevo museo o fundación el mapa del arte da un vuelco o, al menos, un respingo. Pasó en 2014 con Moscú, cuando la apertura de Garage auguraba un renacer de esta ciudad que desde 2008 había caído en el olvido. Pero la cosa nunca funcionó, en gran parte porque las grandes fortunas rusas están fuera del país. Volvió a pasar en 2017 con Dubái. Empezó a hablarse de ella como la nueva meca del arte, cuando llegó el Louvre de Abu Dabi, sumado a las ferias, bienales y galerías que apostaban por la cultura frente al petróleo, aunque en realidad la ciudad funciona más como una suerte de Disney para adultos que como pulmón cultural. Desde hace años, también Hong Kong es un poco como Silicon Valley: un pequeño rincón del mundo en el que todos ponen los ojos, aunque su espiral positiva arrastra solo dinero y no una escena.
Pensar que hay un centro que lo orquesta todo se ha quedado antiguo. ¿Y si ese nuevo centro fuera la nube?
También Londres se ha ido escurriendo del mapa de las grandes capitales del arte desde que el Brexit entró en vigor, rebajando mucho el pulso que llegó a tener la ciudad cuando en 2012 llegó la feria Frieze y revolucionó una escena frenética que contaba ya con el museo de arte moderno más visitado del mundo, la Tate Modern, y las grandes casas de subastas. El Reino Unido siempre ha sido el gran ojo de Europa. Desde hace meses, galerías como David Zwirner y White Cube han abierto sede en París. Lo que se prevé es una bicapitalidad Londres-París, o que París asuma, de nuevo, ese rol histórico que siempre tuvo, solo arrebatado por Nueva York en los cincuenta. La apertura del próximo museo de la colección de François Pinault, aplazada ahora a 2021, refuerza esa idea, aunque cabe preguntarse qué entendemos hoy por capital del arte en un mundo global cada vez más descentralizado. Pensar que solo hay un centro que lo orquesta todo se ha quedado tan antiguo como esquivar el nuevo auge del viaje virtual. ¿No será la nube la gran capital cultural?
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