“Ha explotado en Erandio el coche de un compañero”
Lorenzo Silva publica 'El mal de Corcira', una novela en la que el personaje de Bevilacqua se remonta a los años de la lucha contra ETA. Adelantamos el capítulo 'El viento en la red', que relata el intento del guardia civil de infiltrarse en el sanguinario comando Donosti
El viento en la red
Como suele suceder en la mayoría de los asuntos humanos, quien no vivió en primera línea aquel año 1991 ya no recuerda su horror. El atentado de Vic sólo fue el comienzo de la venganza: por los golpes que poco antes había recibido la organización y por las acciones de los GAL, el grupo parapolicial que bajo la instigación de altas instancias gubernamentales había suprimido años atrás a un par de docenas de miembros de ETA, con algunos daños colaterales añadidos. Así se probó en el juicio celebrado ese año contra los dos policías encargados de captar, remunerar y dar instrucciones a los mercenarios de variada filiación que se ocuparon de la mayor parte de los trabajos. También, aunque entonces no se habían juzgado aún, había acciones drásticas e ilícitas con la firma de miembros de la Guardia Civil destinados en el propio cuartel de Intxaurrondo, con los que alguna vez coincidimos en nuestras operaciones. Aquellos hombres cargaban con un secreto que los rumores nos permitían entrever a los que habíamos llegado más tarde, pero nunca con la certeza suficiente como para concretar el quién, el cómo o el cuándo. Su pacto de silencio no tenía más fisuras que los comportamientos extraños que a veces mostraban. Y es que, como una vez le oí decir enigmáticamente a un veterano, cuando te dan patente de corso y la ejerces un tiempo, cuesta discernir cuáles son los límites que tiene esa licencia, y acabas usándola fuera de ellos.
Fuera cual fuera la razón, y la justificación que unos encontraban con soltura y a otros nos costaba algo más aceptar, a lo largo de aquel año ETA acabaría asesinando a cuarenta y seis personas, trece de ellas guardias civiles. Además del desquite, también perseguía calentar el ambiente de cara a los fastos del 92, la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, que según el plan del Gobierno debían proyectar España al mundo y según el de ETA eran la ocasión ideal para mostrarla como un estado fallido. Fue también el año en el que la organización mató a más menores de edad: un total de siete, incluidos los cinco de Vic. Dos de los tres autores de ese atentado murieron pocos días después en un enfrentamiento con la Unidad Especial de Intervención, que asaltó el chalet en el que se escondían, pero su muerte no resarció el dolor que dejaron hecho antes, ni debilitó el músculo ni la ira de ETA. Al revés: esta presentó el hecho como asesinato policial, lo que le servía para difuminar la responsabilidad de los caídos y le suministró nueva munición moral para golpear aún más fuerte.
Aquel otoño, los ánimos estaban revueltos en el grupo. La confusión y la mezcla de sensaciones, entre la satisfacción por los avances que hacíamos y la desolación por los muertos que se iban amontonando sobre la mesa de negociación que los dirigentes de ETA se empeñaban en armar con huesos humanos, alcanzaban incluso al más frío y cerebral entre todos nosotros, el capitán Pereira. La presión que nos transmitía para que hiciéramos progresos en las investigaciones que teníamos en curso era cada día mayor, como imaginábamos que era la que él a su vez recibía de quienes le mandaban. No podía ir a más, parecía, hasta que un día de octubre entró en la sala del grupo fuera de sí y con el gesto descompuesto. Lo vi venir antes de que abriera la boca.
—Dejad lo que estéis haciendo. Tengo que contaros algo.
Hicimos como nos decía. Le miramos. No encontraba las palabras.
—Me acaban de avisar. Ha explotado en Erandio el coche de un compañero. Él está herido, y también uno de sus dos hijos mellizos. El otro está muerto. Ha sido el padre quien lo ha sacado hecho pedazos del coche. Tenía sólo dos años. El padre los llevaba a la piscina.
Así fue como tuve noticia de la séptima muerte infantil que nuestros enemigos decidieron infligirnos aquel año. Según explicó el padre, cuando pudo articular palabra, el coche donde pusieron la bomba lapa sólo lo destinaba al uso familiar, jamás lo empleaba para ir al trabajo ni en acto de servicio. Quienes lo habían vigilado, quienes colocaron la bomba, eran perfectamente conscientes de que preparaban la voladura de un vehículo en el que solían ir dos niños de dos años. Sólo el ángel de la guarda de uno de ellos impidió que ambos hicieran el viaje al que por la liberación de un pueblo y la grandeza de una patria alguien había aceptado fría y tranquilamente expedirlos. De esa frialdad y esa tranquilidad teníamos constancia sobrada por los comunicados en los que la propia organización justificaba matar menores, aduciendo como motivación que sus padres los utilizaban como escudos humanos. Sus portavoces políticos, a la vista de aquel nuevo infanticidio, se limitaron a dejar claro que no iban a permitir que se utilizase el dolor por la muerte de aquella criatura para realizar “denuncias hipócritas”.
En medio de la desesperación y la rabia, sólo recibimos por aquellos días una buena noticia. La trajo también el capitán, que nos pidió un radiocasete para poner una cinta que se sacó de la americana.
—Están grabados en la cárcel. Son dos etarras de peso.
Álamo introdujo la cinta en el radiocasete y pulsó el play.
—Esto está claro —decía una de las voces—. A los que hacen estas cosas se les ha ido la pinza. Y los que mandan son cuatro imbéciles.
—Y todo por no reconocer lo que hay —afirmaba la otra—. Cuanto más la estiran más se demuestra: la lucha armada ya no sirve.
—Mira, tú, que empiecen a hacer política ya de una puta vez, y si lo que resulta es que no hay capacidad, a coger los trastos y a casa.
Eran dos presos, sí, con un horizonte de muchos años de cárcel por delante, y habría tenido más valor si hubieran hecho aquella reflexión sin estar sometidos al régimen penitenciario del Estado; pero no eran de los blandos o los dubitativos. Algo se empezaba a resquebrajar en el corazón del dragón, algo habían roto con esa apuesta por multiplicar las muertes indiscriminadas, pese a los laboriosos parches morales que no dejaban de aplicar a través de sus medios propagandísticos. Pereira detuvo la reproducción y miró en semicírculo a todo el grupo.
—Esta fisura nos dará rendimiento, antes o después. Hay que estar atentos para detectar a quien pueda tener dudas. Y si damos con uno o una así, a lo mejor no hay que detenerlo, sino todo lo contrario.
Nos quedamos pensando, sin saber muy bien cómo interpretar lo que acababa de decirnos. Pereira sacó la cinta del radiocasete y volvió a guardarla en el bolsillo de su americana. Antes de irse, aclaró:
—Es sólo una idea, para que la tengáis presente, para cuando surja la oportunidad. No tiene que ser ahora, ni el mes ni el año que viene. Sólo os pido que toméis nota del detalle, que es relevante: al enemigo le flaquea la moral, por donde es más peligroso que te flaquee, la fe en lo que estás haciendo y en quienes te lo ordenan. Ahora estamos con lo que estamos, y mañana subimos allí otra vez. Así que procurad todos ir con los deberes bien hechos, a ver si aprovechamos el viaje.
Hicimos por aprovecharlo, como siempre. En aquellos días lo que nos ocupaba era acercarnos al entramado del comando Donosti, el que operaba en la zona de San Sebastián y alrededores, y que en ese año 1991era tan potente y activo como no lo había sido en mucho tiempo. Contaba con varios taldes o grupos de pistoleros, y una extensa red de apoyo, informadores y colaboradores. Para tratar de llegar a alguna de sus muchas piezas pasábamos una y otra vez la red por las zonas más calientes, con ayuda de las referencias concretas que nos llegaban a través de las diversas fuentes que manejaba el capitán Pereira con un reducido equipo de manipuladores. Una noche estábamos Álamo y yo en el casco viejo de San Sebastián, convenientemente mimetizados con el entorno, que era casi en su totalidad afín a la causa del enemigo. Había calles que se habían convertido poco menos que en “territorio liberado”, espacios de impunidad y control por parte de los afines a la causa. También contaban con zonas así otros cascos viejos, como el de Bilbao, y algunos pueblos, de Vizcaya y sobre todo de Guipúzcoa. Para disponer de alguna información en esos reductos se había recurrido en ocasiones a utilizar como confidentes a los camellos del barrio, lo que produjo como efecto secundario adverso que la propaganda abertzale difundiera la idea que las fuerzas de ocupación pretendían destruir a la juventud vasca favoreciendo el consumo de drogas y que ETA se encargara de enviar al cementerio a algún que otro traficante. Por esa y algunas otras razones, era mejor infiltrarnos nosotros mismos, pese al riesgo que adentrarse en territorio hostil pudiera comportar.
A aquellas alturas, teníamos ya un dominio sobrado del camuflaje indumentario, en especial Álamo, a quien costaba mucho distinguir del borroka más o menos canónico. Los pelos, el triple pendiente, la chupa, las camisetas, las botas: todo lo lucía como si fuera parte de su propia identidad, con una naturalidad y una desenvoltura que yo no había llegado ni llegaría nunca a igualar. Incluso se sabía de principio a fin las letras de los himnos de la parroquia, como el Sarri, sarri de Kortatu, que era poco menos que preceptivo cantar a voz en cuello cuando sonaba en alguna fiesta o algún local. Lo más grande era que se había aprendido los sonidos de memoria pero no tenía ni idea de lo que significaban, ni mostraba el menor interés cuando le buscaba por ahí una traducción y trataba de enseñársela, para que supiera qué era lo que estaba gritando como un loco. En esas, solía decirme:
—Me la suda por completo, compañero. Me hago a la idea de que estoy imitando la berrea de un ciervo o el ruido de un borrico.
Tampoco tenía mucho éxito cuando le invitaba a tratar de ponerse un poco más en los zapatos del enemigo, y a discernir entre este y la población civil, precaución primera de todo combatiente que no quiera causar más destrozos de los indispensables. Él estaba convencido de que mantener ese tabique mental frente a todos ellos era lo que le permitía hacer aquel trabajo y no volverse loco. Le daba tranquilidad, decía, y no encontraba ningún motivo para hacerlo de otra forma.
Y era verdad que aquella manera de proceder le daba una seguridad y un cuajo singulares, pero también tenía alguna contraindicación. Por ejemplo, era inmejorable para cualquier misión que no exigiera abrir la boca. En cuanto había que interactuar con los indígenas, en cambio, salía en seguida su principal limitación: por más esfuerzos que había hecho, y quizá tuviera que ver aquel tabique mental suyo, no lograba quitarse del todo de encima el acento gaditano que lo delataba y que tenía sus riesgos para cualquier conversación prolongada. En caso necesario disponía de un arsenal de cuentos y coberturas más o menos funcionales, que no había dejado de elaborar con cierta gracia, como aquel del activista de la CNT al que habían despedido de los astilleros de Puerto Real por enfrentarse a la policía en las huelgas. Convencía cuando evocaba el gusto con el que había disparado rodamientos con tirachinas a los maderos, pero a la larga alguien con acento de Cádiz en la noche guipuzcoana acababa poniendo la mosca detrás de la oreja, y más a quien ya la tenía. Servía para colársela a los que no estaban muy en el ajo, pero era temerario con quienes nos interesaban.
Por eso, cuando aquella noche en el casco viejo de San Sebastián hice contacto visual con la chica, y después de ese contacto logré invitarla a una cerveza y me la aceptó, busqué en seguida el pretexto para ir al extremo de la barra donde Álamo seguía sentado, escrutando la fauna local, y transmitirle el mensaje de la manera más expeditiva:
—Piérdete.
—¿Estás seguro, Gardelito? —dudó.
—Del todo.
—Y si la cierva te pega, a quién vas a llamar.
—Nunca te llamaría a ti. Nos interesa que sobreviva.
—Si lo ves así de claro...
—Como el agua de la fuente. Aire.
—Me quedaré cerca y os sigo, por si acaso.
—No. Te largas.
—Llevo el busca, si me necesitas.
—Ten fe en tu binomio, anda.
—Está bien, pero cuidado que no te convenza.
—Sé lo que me hago. Agur.
Apuró su cerveza y un minuto después tomó el camino de la salida. La chica, que nos había visto juntos, lo advirtió y no dejó de hacerme una pregunta que yo esperaba y para la que ya tenía respuesta:
—¿Se va tu amigo?
—Tiene que currar mañana muy temprano.
—Qué mala suerte —observó, risueña—. ¿Y tú no?
—Mi trabajo es más flexible.
—¿Cómo de flexible? —indagó, con intención.
—¿Me estás preguntando en qué trabajo?
—También.
—Soy diseñador gráfico. ¿Y tú?
—Yo no diseño nada. Trabajo en una tienda.
—¿De?
—De ropa. O bueno, más bien trabajaba.
—¿Ah, sí? ¿Te han despedido?
—No, me he ido yo. Quiero hacer algo distinto con mi vida.
—Algo como qué.
—Algo más emocionante.
—¿Trapecista, piloto de motocross, atracadora de bancos?
—Atracadora de bancos, a lo mejor.
—Tendrás que asociarte con alguien. Para atracar un banco hacen falta tres, por lo menos. Uno que encañona a la gente, otro que recoge el dinero y otro que espera en la calle con el coche en marcha.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Lo vi en una película.
—Ah, mira. ¿Tú te asociarías conmigo? —preguntó, provocativa.
—Depende del banco.
Noté que iba bien. Tan bien que llegó al fin la cuestión inevitable:
—Oye, tú no eres de aquí, ¿no?
—De aquí dónde —se la devolví.
—De Donosti. Vasco.
—No sé qué decirte.
Me tomé unos segundos para disfrutar de su cara de estupor.
—¿Y eso cómo se come? —preguntó al fin.
—Te lo explico, perdona. ¿No notas nada raro en cómo hablo?
—Ahora que lo dices...
—Nací en Montevideo. Mi padre era de San José, una ciudad no muy grande del interior, de familia italiana. Mi madre, del propio Montevideo, pero de orígenes vascos, de Amorebieta. Mi nombre es una especie de popurrí de todo eso. ¿Quieres reírte un poco?
—No me digas, ¿cómo te llamas?
—Rolando Montefalcone Garamendi.
—¿Rolando? ¿De verdad, Rolando?
—Venga, puedes descojonarte. Todo el mundo lo hace.
—No me lo creo. Me estás tomando el pelo.
—Puedo demostrarlo.
—¿Con qué, con un pasaporte uruguayo? —me retó.
—No, ese hace mucho que no me lo renuevo. Vine a Madrid hace quince años. Tengo un DNI español. Mira, por si no te lo crees.
Saqué la cartera y busqué en ella el DNI falso del que se me había provisto para esta y otras ocasiones similares; más que falso podía considerarse un duplicado, porque el personaje era de ficción pero el documento legal y auténtico. Le dejé que viera la foto, el nombre, los apellidos. Luego le di la vuelta y pudo comprobar mi lugar y fecha de nacimiento, que coincidían con los reales, y el nombre de mi madre y mi padre, adaptados para el caso; en especial el de mi madre, a quien en lugar de su nombre castellano se le acreditaba el vasco Begoña.
—Toma ya —asintió, impresionada.
—Ya ves que no miento. No se conquista con mentiras a una chica.
—Ah, ¿me estabas conquistando?
—Intentándolo. ¿Voy muy mal?
—De momento me haces gracia. No es mal principio.
—Tengo más chistes. Ser uruguayo es muy gracioso. Vengo de un país pequeño, por eso tenemos que saber hacernos los simpáticos.
—Bueno, este tampoco es un país muy grande.
—Euskadi, dices.
—Euskal Herria —me corrigió—: Hegoalde, Iparralde y Nafarroa. Sumándolo todo seremos como los uruguayos, poco más o menos.
—¿Sabes? No termino nunca de saber qué decir.
—¿De qué?
—País Vasco, Euskadi, Euskal Herria...
—Mientras no digas Vascongadas, como los fachas...
—Tú qué prefieres.
—Euskal Herria, porque abarca todo, y dice lo que somos, una tierra y una patria. Lo de país suena más flojo. ¿Y vives en Madrid?
—Vivía, hasta hace un par de años. Mi padre, cuando nos vinimos, prefirió probar suerte en la capital, pero a mí me salió trabajo aquí y me apetecía pasarme una temporada más cerca de mis orígenes.
—¿Y qué tal? ¿Qué te parece?
—Esta ciudad, una pasada. Y lo que he visto del resto, increíble.
—¿Ah, sí?
—Bueno, quizá Amorebieta no tanto —bromeé—, salvo la parte del río, pero como allí están mis raíces, le tengo también cariño.
—¿Y por qué se vino tu familia de Uruguay?
Le había puesto en bandeja la curiosidad, y lo había hecho con toda la intención de que acabara buscando satisfacerla. Era el momento más delicado de aquel baile. Adopté una expresión más confidencial.
—¿Has oído hablar de los tupamaros?
—¿Los qué?
—Tupamaros. Un movimiento guerrillero que intentó la revolución en Uruguay. Hasta más o menos el año que mi familia se vino aquí.
—Sí, he oído hablar, ahora que lo dices.
—Adivina en qué andaba mi padre.
—¿En serio? ¿Y sigue en...?
—¿La revolución? No, ahora es taxista en Madrid.
—¿Y tú?
Me abrí entonces la camisa y le dejé ver la camiseta con la estrella blanca sobre fondo rojo y negro y la leyenda “Tupamaro” debajo.
—Sólo en plan romántico —le dije—. Los tupamaros ya no existen. Ahora están en un partido legal y se presentan a las elecciones.
La chica asintió apesadumbrada.
—Eso es lo que consiguen, siempre. Domesticar la revolución.
—Oye, ¿puedo preguntarte yo algo?
—Claro, ¿qué quieres saber de mí?
—No tanto como tú de mí. Pero ni siquiera sé aún cómo te llamas.
Sonrió. Vi entonces que tenía una bonita sonrisa, con unos dientes muy blancos y bien alineados, y que al mostrarlos se le marcaban dos hoyuelos en cada mejilla. Con aire seductor, me respondió:
—Haizea, me llamo Haizea.
—Haizea, qué lindo —elegí aquel adjetivo adrede.
—¿Sabes lo que significa?
—No, la verdad, de euskera controlo aún poco. Es muy difícil...
Me miró tan intensamente como no lo había hecho en toda nuestra conversación. Deduje que no era la primera vez que aprovechaba el efecto que su nombre era capaz de producir en un desconocido.
—Viento —tradujo, misteriosa—. Haizea es el viento.
Y sopló suavemente en mi cara, entre la nariz y los ojos. En su aliento, junto a la cerveza, me llegó un aroma dulce y metálico: la dulzura de una mujer que se me ofrecía, el metal de estar engañándola.
—Oye, Haizea, ¿puedo proponerte algo?
—Por proponer...
—¿Te apetecería ir a otro sitio?
—¿A qué sitio?
—Uno donde se pueda bailar.
—Aquí se puede.
—Donde se pueda mejor.
—¿Cuál es tu sugerencia?
—¿Conoces La Kabutzia?
—¿La que está al lado del Club Náutico? No me jodas, si eso es un sitio para pijos. Allí se junta lo más rancio de esta ciudad.
—Tiene una buena vista sobre la bahía. Y yo voy contigo, los demás no me importan. ¿No te hace gracia que nos metamos allí?
—No nos van a dejar entrar.
—Ya verás como sí. Vamos y bailamos y nos reímos de ellos.
—Estás como una cabra.
—Es un plan diferente, anda, déjate.
—Lo mismo ponen a Julio Iglesias.
—He estado. Te aseguro que no. La música no está tan mal.
Apuró su cerveza.
—Está bien, me dejo.
Recuerdo aquel paseo por las calles del casco viejo hasta la bahía. Lo recuerdo de una forma extraña, como las dos personas que mientras lo vivía era yo a la vez. Como el guardia civil de nombre clandestino que había mordido, y bien, según todos los indicios, a una colaboradora del comando Donosti. Como el diseñador ficticio de nombre Rolando que apostaba y ganaba en el empeño de llevar a bailar a aquella chica atractiva y un poco salvaje. Haizea era alta, tan alta como yo o quizá un centímetro más, y ni la ropa ni el peinado, a pesar de su intención contraria, lograban enmascarar del todo la armonía de sus facciones y sus hechuras. Sus miembros eran largos y elásticos, sus dedos finos y delicados, sus ojos de un cálido color arena. En la rotundidad de su voz y en el fulgor de su mirada asomaba la dureza que imperaba en su mente, pero a veces se descuidaba y se colaban ráfagas de una brisa muy distinta, que soplaba desde alguna región de su corazón.
Aunque la mirada que nos acogió a nuestra llegada tampoco fue de júbilo, no nos impidieron entrar en La Kabutzia: yo me había abrochado antes la camisa y Haizea se cerró la cazadora ceñida que llevaba. Nos fuimos a la barra y le propuse subir la apuesta alcohólica con un par de vodkas con limón. A aquellas alturas, y por lo que fuera, tal vez porque ella misma necesitaba aquel desahogo, aquella desconexión de su propio mundo, estaba dispuesta a dejarse llevar a donde le pidiese. No sólo me dijo que sí. Lo hizo pasando su mano por mi cuello.
Recuerdo, también, las canciones que bailamos juntos, mientras el vodka se iba diluyendo en nuestros respectivos torrentes sanguíneos; no sé a ella, pero a mí me ayudaba a la hora de bailar, un arte para el que nunca tuve especiales dotes ni excesiva predisposición. Era una discoteca de moda y pusieron todos los éxitos del momento, desde el Smells Like Teen Spirit de Nirvana al Losing My Religion de R.E.M. Pero hubo dos canciones que se me quedaron marcadas de forma especial: Love To Hate You, de Erasure, y La vida en la frontera, de Radio Futura. En mi situación, la primera no podía dejar de parecerme un guiño del destino. La otra ya tenía algunos años, pero el pinchadiscos consideró oportuno ponerla aquella noche, quizá para que pudiera alimentar mis futuros remordimientos. Sus versos como cuchillos, desde el “viento triste y frío” del comienzo, rasgaron aquella noche y se me quedaron clavados en adelante. Durante el poco tiempo más que viví la emoción, el peligro y la ambigüedad de la frontera donde sucedía la guerra que me llevaba a esa mujer. Y durante el resto de mi vida, asomado a otras fronteras y a otros dilemas; también, a veces, a otras mujeres.
Fue ella la que propuso que subiera a su piso, extremando a la vez mi dilema moral y el pellizco de mi conciencia. Por aquellos días ya hacía unos meses que salía con una chica en Madrid, a la que sólo por encima le había dejado entrever a qué me dedicaba, y de ningún modo le había advertido que mi trabajo podía implicar salir a bailar con otras y decirles que sí cuando me invitaran a subir a su piso. De hecho, no lo implicaba necesariamente: en ese punto la decisión era sólo mía y tenía otras opciones para seguir explotando la información que Haizea podía facilitarnos, sin necesidad de llevar el flirteo hasta el final. Quizá lo hiciera menos creíble, quizá me exigiera invertir algo más de esfuerzo en mi narración ficticia, pero disponía del entrenamiento y los recursos para sostenerla sin necesidad de acostarme con ella. Si al final decidí subir fue, en parte, porque creí que hacerlo volvería más convincente y haría más robusta mi cobertura, pero también porque me apetecía; porque aquella chica no sólo me atraía como mujer, sino que además me gustaba lo que percibía en el fondo de su carácter, aunque la vida y los postulados de aquellos a los que ella había elegido como los suyos —y los de aquellos otros a los que yo había elegido como los míos— nos hubieran convertido en adversarios. Cuando hablaba de sus ideas, que no solo me eran hostiles, sino que había aprendido a rechazar como pretexto insuficiente de comportamientos aberrantes, simplemente me abstenía de prestarle atención. Sin embargo, cuando veía asomar a sus ojos aquella pasión desenfrenada y hambrienta, aquella necesidad de salir de sí y de desconocerse en otro, me tocaba en lo más profundo de un sentimiento que también bullía dentro de mí.
Es complicado, como lo somos los humanos, queramos o no, guardar en tu memoria el encuentro íntimo con una mujer como un instante de plenitud y belleza y, a la vez, como una fría emboscada donde quien aprovecha su ventaja sobre la otra parte eres tú. Así es como me toca recordar esa noche en el piso de Haizea cuando, parafraseando un proverbio árabe, imagen popular de lo imposible, conseguí atrapar el viento en la red. Así es como me toca recordar algunas otras noches, no muchas, porque yo no le pedí el teléfono, ni ella me lo pidió a mí. Simplemente los dos hicimos por encontrarnos, en el territorio en el que nos conocimos, y volvimos a coincidir un par de veces más.
El plan, consensuado con mis superiores, era aprovechar aquellos encuentros, y la posibilidad de acceder a su casa, para tratar de sacarle de la manera más sutil posible información sobre sus movimientos, que podían conducirnos a los de aquellos a los que buscábamos: los que ponían las bombas y pegaban los tiros. Era una estrategia a medio plazo, basada en no manifestar nunca por mi parte otro interés que el de ir con ella y pasarlo bien, y que a la primera señal de recelo por su parte conduciría a abortar la operación y no volver a verla. Tampoco estaba centrado en ella mi trabajo: cuando andaba por San Sebastián, me acercaba al casco viejo a hacerme el encontradizo y eso era todo. La tercera noche, sin embargo, ocurrió algo que alteró aquel plan.
Fue de madrugada, cuando después de vestirme me disponía a irme de su piso, como las otras veces sin hablar de una próxima cita.
—Oye, ¿haces algo mañana? —me preguntó.
Aunque no me lo esperaba, tenía una salida, como para casi todo.
—Currar, pero ya sabes que yo me marco el horario.
—¿Te animarías a comer conmigo?
—¿Y eso?
—He estado pensando en una cosa.
—En qué.
—¿Tú me ayudarías con algo un poco comprometido?
—No sé. ¿A qué quieres comprometerme?
Haizea concentró en mí el incendio de sus ojos.
—¿No has pensado alguna vez ir más allá de llevar una camiseta?
Ahí me la jugaba. No podía mostrarle un entusiasmo excesivo.
—Me cuesta. He visto en mi casa a lo que te expones si vas más allá. Y la verdad, no sé si valgo para eso. Hay que estar muy seguro.
—Me gustaría presentarte a alguien. ¿Te dejas?
—Bueno, si sólo es eso.
—Sólo es eso, y tú ya ves después.
Haizea me citó en un restaurante de Pasajes de San Juan, un poco más allá del puerto. Para llegar hasta él había que callejear a pie por el interior del pueblo, superando sus cuestas y desniveles. El día era gris, y antes de meterme en el casco antiguo me quedé mirando la estrecha boca del puerto frente al embarcadero del pequeño transbordador que unía los dos Pasajes, el de San Juan y el de San Pedro. Por allí había estado viviendo un tiempo Víctor Hugo, en una casa reconvertida en museo. Mientras avanzaba hacia mi cita, sonaban una y otra vez en mi mente aquellos versos de la canción de Radio Futura: “Si cruzas por aquí, sé precavido”. Habíamos tomado nuestras precauciones, desde luego. Antes de llegar al restaurante, me tropecé con una de ellas: mi compañera Aurora, alias Nerea, apostada en la plazoleta. Tenía un brazo cubierto con una escayola falsa, donde ocultaba la cámara. Con el otro brazo fumaba despreocupada. Por su aspecto, se habría dicho que era una joven cualquiera, esperando a que viniera el novio.
En el restaurante me esperaba ya Haizea, sola. Me saludó con un par de besos y me pidió que me sentara con ella. No pude callármelo:
—Este restaurante muy barato no parece.
—Tranquilo, hay menú del día. Y nos van a invitar.
El hombre que iba a pagar vino diez minutos después. Tenía unos treinta años y aire meticuloso y resuelto. Me saludó muy cordial. No lo habría sido tanto de saber cuánto iba a pagar aquella comida.
'El mal de Corcira'. Lorenzo Silva. Destino, 2020. 544 páginas. 21,90 euros.
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